No deja de sorprender el hecho de que en estos tiempos, y dependiendo del tema, se defienda el multiculturalismo, la globalización, el comercio mundial, el valor de la ciencia y los hechos, la tolerancia, y se desprecien el proteccionismo, el populismo, la defensa acérrima de ... lo propio contra lo OTRO, el egoísmo político, pero sin renunciar a reclamar la lengua propia, el mando único propio, luchar de forma diferenciada contra la pandemia, el proteccionismo cultural, espiritual, comercial y político, sin que parezca una contradicción.
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Los periódicos dicen que el Gobierno vasco mira a Francia y Alemania, cuando en realidad están mirando a Castilla y León o a Madrid para hacer las cosas de otra forma en la lucha contra el Covid; eso sí, sustentándose en lo que dicen los expertos, los científicos, que me imagino que, como tales, en todas partes dicen lo mismo. Y llega el momento de debatir la nueva Ley de Educación, lo que debiera ser el fundamento del nuevo modelo de producción para el que vamos a disponer de 140.000 millones de euros, pero ni la exigencia de calidad aparece en ella, ni los controles que garanticen la calidad formativa común de las futuras generaciones que deberán materializar el nuevo modelo de producción. Ni, por supuesto, la lengua franca.
Se habla de lenguas propias. ¿Cómo se llamarán las otras? ¿Impropias, impuras, equivocadas en su raíz? Los que las hablen, ¿serán acaso ciudadanos impropios en los territorios en los que su lengua de uso no sea propia? Es como para pensar que el debate no ha existido, que lo hemos soñado, que nadie se atreve a hablar de lenguas propias e impropias, que, asumiendo sin problemas que las lenguas, además de su poder de comunicación, cumplen también un cometido simbólico, nadie se atreverá a afirmar que dejen de ser herramientas fundamentales de comunicación y lo sean de separación. Pero lo han hecho. Las lenguas propias pueden ser vehiculares (en Cataluña el español dejó ya de ser lengua vehicular en la mayoría de centros públicos y privados, y si no está totalmente excluida no será por falta de voluntad política de los mandatarios catalanes; y en Euskadi, con más disimulo, pero la meta a alcanzar es la misma). Con una curiosidad añadida: todos parecen estar de acuerdo en que para que los niños y niñas aprendan bien inglés es necesario que no se enseñe solo la lengua inglesa, sino que el inglés sea lengua vehicular. Lo que no se concede al español se exige de la lengua inglesa.
Un ciudadano vasco vascoparlante monolingüe de familia puede no tener ningún problema en considerar que el español que aprendió de niño en la escuela y en la calle es tan propia suya como la lengua vasca, el euskera. Se ha solido decir que la verdadera lengua de uno es la lengua materna, aquella en la que reza, en la que sueña, pero esto no puede implicar que pueda haber más de una lengua propia. ¡Como si el unilingüismo fuera mejor que el bilingüismo o el plurilingüismo!
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Todos están, es un suponer, a favor del pluralismo, pero muchos no tienen ninguna dificultad en pensar en las lenguas como un todo homogéneo, uniforme y único. No se para, no nos paramos a pensar, que ni siquiera el euskera es inteligible sin el latín -cuánto menos el castellano o español, el francés, el italiano-, que no hay lenguas europeas de las que se pueda erradicar el aporte de la cultura hebrea, de la cultura griega, de la cultura romana; y no existe, desde luego, lengua alguna moderna que se pueda entender sin el lenguaje científico. Todas estas lenguas actuales son incomprensibles si no es en el contexto, en el lecho del hebreo, del griego, del latín, de la ciencia y de sus culturas. Cada lengua, como cada cultura que se expresa en esa lengua, son muchos mundos al mismo tiempo, mundos recibidos de distintas tradiciones, o de la compleja y la internamente diferenciada tradición cultural europea -sabiendo que no hay cultura griega sin Asia ni tradición hebrea sin el Oriente Medio-. Cada lengua dirá esa complejidad de forma distinta, pero todas se refieren a las mismas raíces de dicha complejidad.
Todas las lenguas europeas actuales comparten tantos elementos comunes como poseen elementos que las diferencian. En ello consiste la riqueza de Europa, al igual que la posibilidad de hablar de Europa como una unidad cultural y de valores. Y a casi todos nos parece bien que se reclame de algunos países que parecen tener dificultades con algunos extremos del Estado de Derecho su vuelta al lecho común de la cultura política compartida sin la que la unidad europea no tiene ningún sentido.
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Pero me temo que este discurso de la lengua propia como marca diferenciadora respecto a los otros, aunque esos otros sean propios, no hace más que reflejar la dificultad de los nacionalismos de asumir el pluralismo como exigencia ineludible de la democracia, de cuyo respeto es garantía el Estado de Derecho. Lengua propia, sociedad diferenciada, autogobierno, autonomía, autodeterminación, independencia: todo lleva el mismo olor a uniformidad y negación de la libertad de conciencia.
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