Frente al concepto muy empobrecido y peyorativo de la política en nuestras sociedades, Aristóteles tiene una concepción muy noble de la política y de lo político, de la política como actividad, como praxis, y de la política como conocimiento teórico o ciencia entrelazada con la ... ética. Señaló que, para cumplir con los fines de la política, los gobernantes, además de una buena formación, han de ser personas «de mérito moral», estar en posesión de diversas virtudes para poder tener un gran sentido de justicia. Cuando el político no tiene ese perfil es presa fácil para caer en desviaciones que, a su vez, le llevan a prácticas corruptas.
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En la actualidad es una opinión ampliamente compartida -por otra parte, nada nueva- el descrédito moral de la política, hasta el punto de identificarla sin más, por lo general, con el engaño, la mentira, la deslealtad, el lucro, la corrupción y la manipulación de las gentes. Si la política es la maldad, la ética sería vista como la bondad y el remedio a los problemas políticos a través de la mera aplicación de un código ético. ¡Y no! Pensar, como hacen los dogmáticos éticos, que puedes solucionar los problemas políticos con máximas de ética no nos lleva a ninguna parte. Además, esta opinión sobre la política, a la que no le faltan argumentos, aunque sean expresados de una manera simplificadora y absolutista, suele enmascarar, a menudo, la infundada presunción acerca de la maldad estatal enfrentada a la inmaculada pureza propia de la sociedad y de los individuos.
El propósito último de los partidos políticos es el poder (obtenerlo, conservarlo, incrementarlo...). Esto no implica un juicio moral negativo. Dependerá del cómo y del para qué, de los valores que inspiren a sus actores y los objetivos políticos que se propongan. En la retórica de los partidos predomina la apelación a la «búsqueda del bien común», pero la política no tiene que ver con la búsqueda del «interés general», y sí mucho con la decisión de a quién (a qué clases, a qué grupos sociales, a qué perspectivas, ideales) se va a beneficiar, y a quién se va a perjudicar, no hay decisión neutral en términos de valores, y es por lo que la política implica una ligazón inextricable con la ética.
Cuando la crispación y polarización política es muy aguda como está ocurriendo hoy en España, en EE UU, Brasil y en otros países, una de las primeras víctimas es la ética. Las virtudes que dirían los clásicos, o los valores o cualidades morales que deben exhibir los gobernantes y demás miembros de las instituciones políticas hace tiempo que quedaron desplazadas, que dejaron de jugar una función importante y dieron paso a los intereses individuales y partidistas, a su convergencia como aglutinantes sociales.
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La función del político debería volver a alcanzar la imagen de rigor, de pulcritud que tuvo en un tiempo. La cuestión es cómo hacer posible esto y si acaso es posible.
La búsqueda de un equilibrio entre la ética y la política para la salud de la vida pública es una tarea necesaria pero complicada, siempre cuestionable y problemática, Que no tiene un modo único o, incluso, satisfactorio de resolución. Lo comprobamos constantemente en muchas de las cuestiones públicas disputadas. Así ocurre con temas como la pandemia, con la invasión de Ucrania, la inmigración, los refugiados, los problemas lingüísticos y territoriales, la política fiscal y económica, las cuestiones medioambientales, el aborto, la ley trans, la eutanasia, los dilemas derivados de la ingeniería genética y los relacionados con la bioética, por citar solo algunos casos. De ahí que la elección en los dilemas que surgen en estas cuestiones sea siempre uno de los principales problemas de los que hacen política y que se dé tanta importancia a la 'virtu'̀, a la calidad política y moral, de los agentes políticos que deben hacer frente a ellos.
El buen político es el que se enfrenta problemáticamente a las «inevitables antinomias de la acción», pero actúa responsabilizándose de sus decisiones. Es preferible un político o política que no oculte los problemas, exprese sus dudas y plantee las posibles soluciones con sus beneficios y costes correspondientes, al que oculta los problemas y siempre cree tener una respuesta infalible y redonda para cada uno de ellos. Lo mismo que es preferible un ciudadano deliberativo y crítico al mero 'hooligan' o seguidor de consignas.
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En tiempos de descrédito moral y desafección de la política, de incertidumbre y riesgo es necesario pensar éticamente la política y políticamente la ética, a la manera de Albert Camus.
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