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Los recientes episodios de violencia juvenil callejera ponen de relieve que algo no está funcionando bien en nuestra sociedad. Y lo peor es que traen ... malos presagios para las generaciones venideras. En pocas décadas, hemos pasado del extremismo de los padres autoritarios al extremismo de los 'padres-colegas'. Caldo de cultivo para que nuestros hijos se salten las normas socialmente fijadas. Cuando no hay límites, las reglas no existen.
Sin duda alguna, lo complicado es encontrar el equilibrio entre ambas figuras. Por un lado, la autoridad formal, denominada 'potestas' en la Antigua Roma, está incluso contemplada en el Código Civil actual (artículo 24), así como el poder coercitivo que hemos otorgado para su ejercicio (artículo 550). Por tanto, quien agrede a la autoridad formal comete atentado. Empoderamos formalmente a un presidente, abogado, policía o médico para poder realizar su ejercicio, desarrollar, educar y hacer cumplir unas reglas dentro de sus límites.
Sin embargo, llevado al extremo se produce un abuso. Es el padre castigando severamente a su hijo, es el profesor dando con la regla en la palma de la mano del alumno, es el policía agrediendo a un civil no encausado, es el alcalde no otorgando una licencia justa. En definitiva, un abuso de poder. Un uso ilegítimo del empoderamiento otorgado por la sociedad. Y aunque aún vemos deleznables capítulos de este tipo, no cabe la menor duda de que hoy en día han disminuido respecto a épocas medievales, del viejo Oeste o de la dictadura (aunque siguen existiendo a raudales).
Por otro lado, tenemos a los padres-colegas, extrema exposición del ejercicio de la autoridad informal. En ocasiones esta situación esconde una relajación de las obligaciones paternales de educación cuando el niño/ a transgrede excesivamente las reglas acordadas en el funcionamiento de nuestra sociedad (dentro y fuera de la familia). Muy basada en que los niños nacen buenos por naturaleza y con suficiente capacidad racional para entender siempre que hay cosas que no son de su agrado pero que lamentablemente tiene que llevarlas a cabo por el bien común o por su propio bien a largo plazo (aunque ahora no lo entiendan): estudiar materias que no les gustan, sacar la basura, hacer la cama aunque la vayan a deshacer en unas horas, dar los buenos días o dejar sus juguetes a otros niños. «Criatura, perdónale, es que es hijo único», dice uno, «apruébele, que ya lo hará mejor, es que mi hijo es malo para los números», justifica la madre al profesor de Secundaria.
Todo es justificable para que el niño/ a no se sienta presionado y un simple suspenso o llamada de atención le deje una huella psicológica imborrable. Niños y niñas burbuja que no saben que hay límites, que no todo vale. Que no han aprendido nada de uno de los mejores maestros de la vida, el hecho de caer para volver a levantarse desde la resiliencia y dureza de la vida real. Aunque, llevado al extremo, tampoco parece muy moral dejar que caigan bruscamente en las primeras etapas de la vida… Los niños no nacen maduros. Precisamente por eso hay que formarlos y somos responsables de ello. «Mi hijo de siete años es muy maduro, entiende perfectamente que este año no podemos irnos de vacaciones a pesar de su buen comportamiento», nos aventuramos a decir para sufrir nosotros menos.
Y ahí reside el dilema y la dificultad. Lograr el equilibrio adecuado en ese proceso de educación de la obediencia a la autoridad. Los adultos tenemos una cuota muy importante de responsabilidad en los actos de violencia callejera de estos días. Si en nuestras casas no educamos a nuestros hijos en el respeto a la autoridad, difícilmente lo harán cuando salgan fuera.
Del mismo modo que un árbol requiere de una estaca que le marque su recto crecimiento, nuestros hijos necesitan una guía que vaya anudando de cuando en cuando un pequeño lazo para garantizar su adecuado crecimiento. Tenemos que enseñar a nuestros hijos desde pequeños que libertad y libertinaje son cosas diferentes. Que vivir en libertad y en sociedad no significa hacer lo que quieran, sino hacerlo dentro de los límites aceptados por esa sociedad. Que lo mismo que es importante que cumplan con la hora de llegar a casa los sábados, también lo son otro tipo de normas y que su incumplimiento acarrea consecuencias. Las normas están para cumplirlas.
No hay duda de que es más fácil la figura del padre-colega que la del padre-sancionador cuando los hijos rebasan los límites. Requiere de menos atención, de menos conversación con el niño. Pero ¿estamos cumpliendo nuestro verdadero rol educativo? Mi rol como padre no es ser su mejor amigo, sino ser su mejor educador. Creo que a los niños no hay que darles lo que quieren sino, desde el amor, lo que realmente necesitan para desarrollarlos como buenas personas y buenos miembros de nuestra comunidad.
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