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La queja es un analgésico social: no cura la enfermedad, no soluciona los problemas, pero emocionalmente permite descargar toda la negatividad derivada de la frustración, del enfado, de la impotencia ante un escenario social tan delicado como el actual. Nos quejamos por todo y de ... todo. Todo lo que hacen los demás está mal. Y así no hay manera de alcanzar consensos ni acuerdos que impliquen un esfuerzo de comprensión y empatía.
Es más fácil recurrir a la descalificación, cuando no al insulto, que al reconocimiento de las dificultades. No es fácil y puede resultar un mensaje a contracorriente, pero es tiempo de alzar la energía positiva; es un buen momento para actuar con responsabilidad (individual y colectiva), para optar por reaccionar cívica y solidariamente frente al bucle de negatividad, de cierta pesadumbre y de cansancio que todo este complejo contexto en el ámbito político, social, económico y geopolítico parece estar generando en parte de nuestra sociedad.
Parecen revestir mucho más interés e incluso más prestigio social los enfoques o análisis que dibujan escenarios cuasi apocalípticos que aquellos otros que, de forma realista y razonable, evalúan la realidad y comprueban cómo ni un exceso de optimismo (pensar que todo irá a mejor sin necesidad de cambiar nada de lo que venimos haciendo) ni un desbocado pesimismo (que lleva a la parálisis y frena la laboriosidad necesaria para afrontar el futuro) son la receta necesaria para hacer un diagnóstico de situación y proponer pautas de actuación.
Las dificultades nos deben unir y hemos de afrontarlas coordinadamente, debemos conquistar nuevos y más amplios consensos asumiendo que el mundo pasado no va a volver. Ante un mundo ignoto como el que nos llega debemos intentar sumar esfuerzos para construir proyectos estratégicos e innovadores, retos que para salir adelante necesitan una mezcla de audacia, conocimiento e impulso compartido en el plano político y social.
La cultura de la queja es adictiva porque es egoísta. Frena la laboriosidad, inhibe el esfuerzo por cooperar para superar dificultades y empequeñece a quien la adopta porque recurriendo a la misma no se siente ni interpelado ni comprometido con ninguna de las causas que tanto critica. Si desarrollas de manera continua un discurso anclado en la energía negativa, solo en quejarte, ya no necesitas razonar más; es una suerte de pereza del pensamiento, una renuncia anticipada a reconocer que no hay soluciones ni respuestas exactas ni sencillas a todo el largo y complejo elenco de problemas que nos rodean.
Robert Hughes publicó en 1994 'La cultura de la queja' y puso de manifiesto el uso desmesurado de lo políticamente correcto y de la queja (que calificaba como una suerte de desmesurado victimismo). En 2010, el francés Stéphane Hessel reflexionaba desde su lema «Indignez-vous!» acerca de la falta de movilización frente a lo que él definía como crecientes desigualdades sociales. En realidad, estaba realizando en nombre del sentimiento ante la injusticia un llamamiento en favor del compromiso social.
Si proyectamos ese razonamiento de movilización social como vía de canalización de la indignación sobre el momento social y político presente, caracterizado por la volatilidad e incertidumbre que rodean toda reflexión acerca de nuestro futuro, cabría preguntarse si es posible solventar todos los complejos retos sociales, económicos y geopolíticos enarbolando solo la pancarta de la queja, de lo negativo, de la frustración y del pesimismo.
La cultura de la queja es positiva si se desarrolla en sus justos términos, pero no cabe solo reclamar, reclamar, reclamar y quejarse, sin analizar antes lo que estamos haciendo cada uno de nosotros. Bien entendida y desarrollada de forma proporcionada, la queja puede ser fuente de mejora porque siempre se aprende más de las críticas fundamentadas que de los halagos vacuos; pero tal y como se entiende hoy en nuestra sociedad, esta desmesurada cultura de la queja se asienta en tener muchos derechos y poca o nula responsabilidad y deberes.
El narcisismo, ese culto al individualismo que ha imperado en esta era posmoderna anclada en una lógica emotiva y hedonista, debe dejar paso a la movilización solidaria en favor del otro, a sumar esfuerzos, a ser conscientes de nuestra debilidad como individuos aisladamente considerados. La pregunta que cabría hacerse es cómo transitar de la cultura de la queja y la invocación recurrente del agravio a la cultura de la gratitud. La gratitud es una ética de colaboración. La posible respuesta es que salir fortalecidos como ciudadanía requiere de una rebelión cívica anclada en la solidaridad, en la responsabilidad social; exige reforzar nuestra pujanza como sociedad civil cohesionada. No pensar solo en buscar un responsable, un culpable; exige no cargar el discurso solo de reproches, de quejas, de subrayar los errores del otro. Exige ser conscientes de nuestra interdependencia social porque solo unidos y cohesionados podemos salir adelante.
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