Antes de que el terrorismo de ETA perdiera sentido para quienes lo ejercieron con devoción y saña, otros ya habían cavado la fosa de su final. Fue un cierre fracasado, sin épica, sin lograr ninguna de las causas por las que dijeron que mataban.

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Cuando ... era adolescente me imaginaba el final de la violencia con las calles llenas de coches haciendo sonar sus bocinas. Pero antes de que tres encapuchados anunciaran el cese definitivo de aquel negocio criminal, la sociedad ya había llegado a la paz. Por eso ese día no hubo saltos ni bocinazos. Los abrazos familiares e íntimos sustituyeron a la euforia colectiva. Fue un final agónico y tardío para una organización que asesinó sin descanso ni justificación a más de 850 personas.

Después del fracaso humano que ha supuesto esa actividad armada, queda la tarea de cómo contar aquello que nos pasó para cuando ya no haya nadie aquí que pueda decir 'yo lo viví'.

Un error común cuando las armas callan es caer en la ansiedad colectiva de la normalidad. Muchas veces, y en muchos lugares, el deseo de pasar página se construye sobre un suelo débil. Se recurre de forma abusiva a la idea superior de la convivencia o la reconciliación, y se extiende la sensación ficticia de la superación.

Es cierto que ETA ya no existe, pero el contador no se pone a cero. El dolor de las víctimas continúa presente en sus vidas y en las nuestras. Es verdad que la condición de víctima no se hereda, pero el dolor sí que puede pasar de generación en generación.

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Afirma Albert Camus que el hombre rebelde es aquel que dice no y expresa su rechazo. Y el final de ETA, sus verdaderas causas, está lleno de esos miles de noes que se fueron expresando.

Iñaki Arzelus, padre de Bakartxo Arzelus, muerta en un enfrentamiento con la Guardia Civil en la A-8, se negó a que su hija fuera enterrada junto con sus compañeros de comando y quiso separar su funeral de ese acto político organizado. Logró quitar una pegatina de ETA que habían colocado en el cristal del féretro, pero no pudo evitar que, al final, la muerte de su propia hija se instrumentalizara a favor de quienes la habían jaleado hasta el mismo fondo del precipicio. Tal y como él mismo describió ante los medios de comunicación, «después del responso, cuando el sacerdote dijo que podíamos proceder al entierro, un grupo de la izquierda abertzale gritó 'aquí no se entierra a nadie' y procedieron a hacer su acto político. Consideramos que han pasado por encima de nuestros derechos. Incluso me dijeron que no tenía poder sobre mi hija porque mi hija era del pueblo».

El miedo tiene disfraces y a veces se miraba debajo de un coche ante la curiosidad de una hija pequeña como si se fuera a buscar unas llaves caídas accidentalmente. Se hacía así para no asustar, pero el miedo dejaba su huella en esa vivencia dolorida ante el riesgo de una explosión al amanecer, cuando las radios daban las primeras noticias.

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La memoria democrática también se construye con estas resistencias que ocurrieron hace poco y que son un espejo en el que mirarse. Escribe Victor Hugo que solo se puede contener una cierta cantidad de desesperación, de ahí que esos noes formen parte de un caudal rebelde que merece la pena ser contado.

Hoy es imposible la ocultación, por eso en nuestro tiempo el riesgo de la desmemoria se basa en contar las cosas como no fueron, es decir, tergiversarlas, que es una estrategia más sofisticada que la mentira. Así, la supuesta existencia de dos bandos igualmente responsables e igualmente mortíferos, un conflicto milenario cuya consecuencia inevitable fue la violencia o una larga dictadura a la que solo el asesinato podía derrocar han construido el andamiaje argumental que usan quienes mataron o ayudaron a matar en nombre de ETA.

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La memoria es un gesto de solidaridad hacia atrás, que también tiene que ver con sostener una mirada moral al pasado para no exculpar ningún crimen bajo la excusa del contexto. Para todo asesinato, si queremos buscarla, siempre hay una ofensa previa que lo justifica. Por eso la reflexión sobre la violencia es prepolítica y se ubica en el terreno de la ética.

Una vez desaparecida ETA, se trata de pensar en el mal y su banalidad no para recrearse en él, sino para descifrar qué queda de todo aquello porque a veces en las miradas de las víctimas sigue habiendo más cicatrices que alegría.

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En estos tiempos en los que los discursos de odio tienen una presencia creciente, merece la pena hacer el esfuerzo por lograr un consenso memorial, una comunidad del recuerdo que nos permita consolidar la democracia y sus valores también a través de la memoria.

La fugacidad y la magnitud de las noticias de esta era tienen el riesgo de que tratemos el terrorismo de ETA como una fatalidad más entre otras muchas. Pero este trauma sigue ahí, a la vuelta de la esquina, esperando a que lo abordemos como se debe.

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