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Veinticuatro años después de la última visita de un presidente francés a Alemania, Emmanuel Macron se reunió en Berlín a finales de mayo con su homólogo alemán Frank-Walter Steinmeier. El mandatario galo mostró su preocupación por Europa: «Tenemos una especie de crisis en nuestra ... democracia (…). Nos hemos acostumbrado a la democracia, y nos hemos olvidado de que es una lucha». Macron definió el sistema democrático como un «debate permanente de todas las cuestiones para tratar de llegar a la mejor decisión que el pueblo elija». Lo he recordado al conocer su coherente decisión de disolver la Asamblea Nacional tras el batacazo de su partido en las elecciones europeas.
Desde cierto punto de vista, la democracia se entiende como el método para conformar mayorías a través del voto ciudadano. Al mismo tiempo, más allá de la aritmética, se aprecia una dimensión ética esencial. En contraste con los sistemas totalitarios, responde mejor a las exigencias de los ciudadanos en su condición de personas libres y al mismo tiempo responsables de sus actos. Pone a prueba la capacidad de un pueblo de gobernarse a sí mismo, para servir al bien común y al de cada ciudadano. Como sugiere Macron, no se trata de algo definitivamente conquistado; es lucha, y está siempre en construcción. La reflexión sobre el fundamento de las decisiones democráticas puede ayudar en esa tarea.
Para la mayor parte de las materias sometidas a la decisión del pueblo, por utilizar la definición de Macron, el criterio de la mayoría es suficiente. Sin embargo, hace falta algo más cuando se trata de aspectos fundamentales de la persona y la sociedad. En una reciente entrevista, la filósofa y académica Adela Cortina recordaba que las exigencias de la justicia «no se pueden olvidar sin caer en inhumanidad (…). Son necesarias para todos» ('El Semanal', 24-5-2024), al margen de opiniones. Sin un criterio que ayude a calibrar el alcance de lo acordado, en cuestiones esenciales la pura aritmética podría devenir, quizá de modo encubierto, en imposición de las mayorías. Para evitar los errores de una democracia enferma, como en la Alemania de los años 30 del siglo pasado, después de la II Guerra Mundial se concluyó que la dignidad de la persona debía ser respetada siempre y en todo lugar, y de esa convicción surgió la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948).
Hace algunas décadas no había mayor discusión sobre los fundamentos del sistema democrático. La cultura occidental, también política y jurídica, era reflejo del humanismo que permeaba la sociedad. Ese sustrato ético perdió vigor, dejando paso a la voluntad de la mayoría como criterio para decidir. En esa transformación el positivismo de Hans Kelsen (1881-1973) tuvo una influencia decisiva. En su 'Teoría pura del Derecho' niega la posibilidad de normas con una referencia distinta al acuerdo y la decisión de las partes. 2.300 años antes, los juristas romanos se habían planteado la misma cuestión. En la búsqueda de un fundamento para el Derecho, su creación cultural por excelencia, llegaron a la conclusión de que solo una referencia válida para todos podía igualar a los ciudadanos en su relación con la ley: la condición común de persona como fuente del orden social.
Lograr una fundamentación suficientemente sólida del bien objeto de la gestión política, por encima de mayorías ocasionales y consensos volubles, es hoy quizá el principal reto de la democracia. Las decisiones no pueden ser resultado de posiciones subjetivas, ni ideológicas. Reconocer lo que es justo, y reflejarlo en decisiones, es cuestión delicada. ¿Cómo acertar? La razón, iluminada por las tradiciones históricas y éticas, facilita la comprensión de cuanto corresponde a la persona y la comunidad humana: por qué debo considerar a los demás como iguales; los motivos para trabajar por el bien común; o por qué debemos defender los derechos. Los valores están en la base de respuestas que determinan la vida de las personas, las políticas y las estrategias para construir la vida de la sociedad.
La supervivencia de la democracia, también la europea, depende en parte de las instituciones, y también del espíritu que inspira la gestión de los asuntos públicos. Cuando el compromiso con los valores se ve ensombrecido, la acción política queda reducida a una lucha por el poder. Con el tiempo, una sociedad organizada desde posiciones pragmáticas, en la que Estados e individuos defienden su interés, puede producir apatía hacia el compromiso social y cívico.
Una nueva legislatura empieza su andadura y el juego de mayorías, junto con los equilibrios territoriales y políticos, necesita la guía de los valores y un renovado compromiso con el bien común. El objetivo, tan ambicioso como necesario, deberá presidir el trabajo de quienes hemos elegido el día 9 para orientar el futuro de Europa.
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