El debate sobre la competitividad debería ser acerca del progreso, entendido como un progreso económico y social que tiene como objetivo el bienestar de las personas. No se trata de que unos pocos se enriquezcan, sino de que un colectivo progrese. Porque el desarrollo económico ... y social es el objetivo irrenunciable de todo grupo social y es el objetivo irrenunciable, también, en el plano personal de cada uno de los miembros de ese grupo.

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Venimos de un discurso ya clásico de la competitividad, en la que se asocia a diferentes estrategias que definen distintos estadios en su despliegue. Así, aunque la competitividad no dependa solo de una cosa, en cada estadio el elemento que marca las estrategias es diferente. Por eso, sin olvidar el conjunto, cada estadio tiene su elemento movilizador, su foco estratégico.

En una primera aproximación, la competitividad se basa en la existencia y abundancia de recursos naturales. Estos pueden ser minas de oro o diamantes, pozos de petróleo, caladeros de pesca, tierras ricas para el cultivo, etcétera. En esta fase, el aprovechamiento de los recursos naturales que tenemos, frente a otros que no los tienen, nos da una posición de mayor riqueza. En general, este estadio de competitividad no se puede mantener en el tiempo, ya sea porque los recursos naturales se agotan o porque los competidores pueden llegar a acceder a ellos, lo que es otra forma de agotamiento.

Así aparece el segundo estadio de la competitividad, basado en los costes laborales bajos. En esa fase adquieren relevancia las personas necesarias para manipular y procesar los recursos naturales. Y esto tiene un coste. En la medida en que los costes laborales son bajos, podemos poner en el mercado productos y servicios más baratos y, en consecuencia, más competitivos. Pero esta estrategia no es sostenible en tanto en cuanto los beneficios de la competitividad deban ser distribuidos entre los protagonistas de la misma. Esto hace que la lógica presión al alza sobre los costes laborales -que opera, así, como un mecanismo de redistribución de renta y riqueza- nos lleve a agotar esta fuente de competitividad.

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Agotadas las estrategias basadas en recursos naturales y en costes laborales bajos, el siguiente estadio nos lleva a competir en función de la calidad. Se trata de destacar por las cosas bien hechas, de manera que la materia prima y el precio, habiendo agotado su recorrido, ceden el testigo a la calidad. Aquí entran en juego los procedimientos de fabricación, la manera de organizarse, la obsesión por la pulcritud y el orden, el compromiso por el trabajo bien hecho…

Ahora bien, llega un momento en que esto resulta insuficiente en un nuevo estadio en el que ya no vale con hacer las cosas bien, incluso muy bien. Vamos a necesitar hacer cosas diferentes, explorar nuevos territorios, competir desde la diferenciación, apostar por la innovación permanente. La certeza que debería acompañar a esta constatación es que la innovación como tal no es posible si no ponemos en el centro de nuestras estrategias competitivas el aprendizaje permanente y en cooperación. Y esto supone una verdadera revolución.

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Hasta aquí el discurso clásico, que ha construido un relato en el que la competitividad aparece como un fin en sí misma y en el que la productividad es el eje sobre el que todo parece pivotar. Sin embargo, necesitamos construir un nuevo relato que cambie el foco y se centre en una visión de la competitividad como una capacidad al servicio del progreso y el bienestar de las personas.

En este nuevo relato, la competitividad pasa de ser un fin a ser un medio, un instrumento para alcanzar el bienestar de las personas que conforman un colectivo social. Esta consideración de la competitividad como capacidad para progresar, a través de la transformación de las condiciones de partida, implica una perspectiva en la que la competitividad y la innovación pasan a ser las dos caras de la misma moneda. Ya no se trata de pensar que para ser competitivos hay que apoyarse en estrategias de innovación, sino que lo realmente revolucionario consiste en pensar que competitividad e innovación, en términos de capacidades, resultan ser términos análogos, que expresan lo mismo: la capacidad de transformar para progresar.

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Así que, en términos del progreso como resultado de los procesos de transformación social, la competitividad y la innovación van de la mano. No se pueden entender una sin la otra. Y esta manera de abordar la competitividad, como capacidad al servicio del progreso, tiene que ver con los elementos claves para construir la capacidad innovadora y competitiva: los valores, el aprendizaje y el conocimiento, la tecnología, la cooperación, el liderazgo y la adecuada gestión del tiempo. Siempre en busca de un progreso que nos lleve a sentirnos más dueños de nuestro propio destino.

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