A lo largo de la vida resulta un lugar común apelar a la suerte, al azar, para explicar éxitos o fracasos. Parecería que es cuestión de suerte y que es el azar el que hace que las cosas nos salgan bien o mal. Para Einstein, ... la idea del principio del azar no tenía encaje en su forma de ver el mundo. Para él, lo que llamamos azar no existe, no es sino la falta de conocimiento sobre las causas. En este contexto se sitúa su expresión «Dios no juega a los dados». En realidad, el azar es la ley que está por descubrir; todavía no la comprendemos, pero está ahí. Solo tenemos que esperar a que el conocimiento descubra esa ley. Será cuestión de tiempo.
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En este sentido, el conocimiento es la principal arma para hacer retroceder el azar. El azar se manifiesta en situaciones que nos sorprenden y no parecen tener una explicación lógica. El profesor Nathan Rosenberg cuenta una anécdota curiosa cuando explica la evolución de la industria del automóvil en Estados Unidos. En 1900, el Gobierno norteamericano hizo un censo integral y de los 8.000 coches que había solamente dos estaban en la ciudad de San Luis. Y acabaron chocando. Solo dos coches en la ciudad y van y chocan en un cruce… Nathan Rosenberg cuenta esta anécdota en un conferencia titulada 'Ciencia y tecnología: ¿en qué sentido circula la causalidad?'. Así que ¿no será que llamamos casualidad a nuestra ignorancia sobre la causalidad? Es, pues, en el espacio de nuestra ignorancia donde vive el azar. De ahí que sea el conocimiento el que deja sin argumentos al azar.
Indudablemente, la tarea de acorralar el azar es una tarea sin final. En la vida se producen muchos sucesos que cambian las cosas. Así, los procesos de innovación suelen relacionarse con la suerte y el azar. Sin embargo, la innovación tiene menos que ver con la suerte que con el trabajo. Es célebre la frase atribuida a Pablo Picasso cuando decía: «Que la inspiración llegue no depende de mí, lo único que yo puedo hacer es ocuparme de que me pille trabajando». Por eso, cuanto más se trabaja más suerte se tiene. Algo que tenía claro el escritor y economista Stephen Leacock: «Creo muchísimo en la suerte y descubro que cuanto más trabajo más suerte tengo».
Esta concepción de la innovación como resultado de un trabajo permanente, como fruto de un contexto en el que se producen las cosas, es la que nos interesa. La innovación como un proceso que se construye y que permite anticipar las condiciones para que las cosas pasen. La innovación entendida así es algo anticipado, no sobrevenido, y se convierte en estratégico. Es el proceso lo que la hace sostenible en el tiempo, la eleva a categoría de estrategia, le da permanencia y la convierte en un elemento verdaderamente dinamizador al servicio del progreso económico y social. Una cultura de innovación entendida como proceso permitirá quitar espacios al azar, entender mejor el porqué de las cosas, crear las condiciones para que pasen. Esto permite superar el carácter especulativo de una innovación discontinua. Entender que nuestro interés está en el carácter sostenible de nuestros procesos de innovación resulta capital. Ahí es donde tiene sentido la suerte como la entendía el filósofo romano Lucio Anneo Séneca, a quien se atribuye la concepción de la suerte como «aquello que ocurre cuando la preparación coincide con la oportunidad». En un sistema de innovación, el azar, la suerte, es la ley de la nueva frontera que está por descubrir. Todavía no la comprendemos, pero está ahí.
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La pregunta que nos debemos hacer es si achacamos al azar, a la mala suerte, la razón de nuestra incompetencia. Parece claro que en una filosofía de «no hay excusas» el azar no tiene cabida, al menos como explicación del por qué no fuimos capaces de conseguir nuestros objetivos. Porque en la medida en que un sistema de innovación avanza cruzando nuevas fronteras, cosas que hasta entonces aparecían como casualidad le desvelan sus leyes. El territorio nuevo conquistado va acorralando las casualidades y las convierte en retos comprensibles y superables. Y siempre habrá nuevas fronteras, nuevas leyes por descubrir, nuevos territorios a ganar al azar.
Un concepto asociado con la casualidad es el de serendipia. Procede de serendipity, término inglés que acuñó el escritor y político británico Horace Walpole a mediados del siglo XVIII. Se basó en un cuento persa que transcurre en la isla de Serendip (Ceilán), en el cual los príncipes lograban resolver diversos inconvenientes gracias a casualidades. Así, una serendipia es un descubrimiento o un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta. A esto se refería el premio Nobel Sidney Altman cuando decía que «la mayoría de los descubrimientos aparecen cuando vas buscando otra cosa… siempre que estés trabajando mucho». Serendipia, suerte, azar… Mejor que nos pille trabajando.
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