La mayor dificultad de cualquier proceso de innovación es propiciar el primer paso. Pasar del cero al uno. Nunca daremos la suficiente importancia a este momento inicial, a la ruptura inicial, a empezar a hacer que las cosas pasen. Y este paso es complicado porque ... estamos muy condicionados por los contextos. Unos contextos que ofrecen un supuesto cobijo bajo el paraguas de lo conocido, pero que en realidad son prisiones que nos impiden avanzar. Su gran argumento es que nos dan comodidad y seguridad, o al menos nos lo parece.

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Fuera del contexto, que proyecta el universo de lo conocido, está el mundo de lo desconocido; muchas veces amenazante, a veces intrigante y que en general nos produce miedo. Decía Wagensberg que progresar es ganar independencia frente a la incertidumbre. Pues bien, podríamos decir también que progresar consiste en enfrentar los miedos y superarlos.

Los miedos acompañan a los contextos, son su sirviente leal. Así, cualquier cosa que se sale de lo normal, de lo establecido, llama a la puerta de los temores. Por eso, todo cambio hace aparecer los miedos. De ahí que el miedo sea el acompañante natural de cualquier proceso de transformación, de innovación. De hecho, sin miedo no hay reto; lo mismo que no hay innovación sin la superación de ese miedo.

Existen muchos tipos de miedos. El filósofo José Antonio Marina se refiere a ellos desde distintas perspectivas: miedo a los conflictos, miedo a lo desconocido, miedo al esfuerzo, miedo a decidir, miedo a crecer, miedo al aburrimiento, miedo a la soledad, miedo a tomar una postura firme… Miedos y más miedos.

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Pues bien, el miedo a lo nuevo, a lo desconocido, se produce en el momento en el que abandonamos el amparo de los contextos proyectados en rutinas que nos dan comodidad, que nos aportan certezas y nos hacen sentirnos seguros. Este miedo a lo nuevo se combate con la curiosidad. Es la curiosidad la que hace superar el miedo y abordar el territorio de lo desconocido. Es la que nos lleva a cruzar la frontera y enfrentar el desafío de explorar los nuevos territorios. Entonces se dispara la creatividad y la innovación empieza a recorrer su camino. Porque la innovación exige superar el miedo a lo nuevo, a lo que no conocemos.

Por otra parte, el miedo al conflicto es el que nos puede paralizar ante el hecho de que todo cambio, toda innovación, implica ruptura y supone gestionar contradicciones. La innovación exige superar ese miedo, lo mismo que el miedo a decidir, que es otra faceta del miedo que debe enfrentar todo proceso innovador. En este miedo a tomar decisiones se suma el miedo a la novedad. Miedo, en el fondo, a hacernos preguntas para las que no tenemos respuestas. Nos da miedo la aventura de convivir con más preguntas que respuestas porque nos sentimos inseguros. Un temor que, de no superarse, deriva en esa tendencia a dejar todo para el día siguiente -lo que se conoce como procrastinación-. Otro caso de procrastinación se produce por el miedo a interrumpir el curso de lo que habitualmente hacemos, porque no tenemos la capacidad de liberarnos de la inercia. ¿Para qué luchar contra la inercia de lo que conocemos por un cambio que no sabemos a dónde nos lleva? Necesitamos superar ese miedo.

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También existe el miedo a no caer bien, que nos puede paralizar ante el riesgo del cambio. Parece evidente que es imposible pretender caer bien a todo el mundo, pero actuamos como si eso fuese lo normal. Y nos preocupa que a alguien le parezca mal lo que hacemos. Sin embargo, sabemos que, cuando actuamos para cambiar las cosas, a algunos puede que no les parezca bien. En realidad, el innovador tiene que asumir que, a lo largo de su vida, queriendo o sin querer, consciente o no de ello, va a ir creando su 'comité de damnificados'. Asumir que esto es inevitable ayuda a superar el miedo a no caer bien.

No nos podemos permitir el lujo de sucumbir a los miedos porque si lo hacemos estaremos muertos para la innovación. Y, por encima de todo, necesitamos superar el miedo a fracasar, que está en el centro de todos los miedos. El miedo al fracaso es el que actúa como auténtico poder disuasorio para abortar el inicio de los procesos de innovación. Impide que florezca el espíritu emprendedor y corta de raíz el posible desarrollo de una cultura de innovación. Y necesitamos que los valores de disposición al cambio y de asunción de riesgos, que se proyectan en una actitud de verdadera anticipación, no se tengan que enfrentar en el día a día con la exigencia de asegurar el éxito en aquello que pretendemos abordar como nuevo. Porque esta ecuación no tiene solución. No podemos pedir que se asuma el riesgo de emprender, pero exigir al mismo tiempo el éxito asegurado en lo que se emprenda.

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Muchos miedos que enfrentar y superar. Algo inevitable porque es fundamental sentir miedo. Sin él no hay innovación. Solo queda combatirlo y superarlo.

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