Si yo dijera que el odio es un factor determinante de la historia de la Humanidad no haría sino repetir un lugar común y mucho mejor explicado por los estudiosos de la cultura. En mi tradición bíblica cobra luz propia el diálogo de Yahvé con ... Caín. «¿Por qué te enfureces y andas cabizbajo? Cierto, si obraras bien seguro que andarías con la cabeza alta (…). Caín dijo a su hermano Abel: vamos al campo (…) y cuando estaban en el campo, Caín atacó a su hermano Abel y lo mató». El Señor dijo a Caín: «¿dónde está Abel, tu hermano? Respondió: no sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?». Es un diálogo extraordinariamente sencillo y profundo que conserva la memoria colectiva de nuestras sociedades o, quizá, de las generaciones mayores, porque las nuevas han sido educadas en otras historias y símbolos. La sed de poder y ganancia genera envidia, y la envidia lleva al odio y el odio a la matanza.

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He dado un salto demasiado rápido en mi entrada en el tema. Si la experiencia de odio configura a fondo nuestras relaciones en el presente no es para compararnos con otras épocas y sostener que cualquier tiempo pasado fue mejor. No lo creo. A menudo se repite el dicho, pero con poco esfuerzo probatorio. Además, estas generalizaciones cuentan con escaso margen para concretar el razonamiento. La prueba, en cuanto a una mayor o menor ira, envidia y odio, es imposible. Hablar de pruebas es pensar en un método de sumas, restas, pesos y medidas, y nada más lejos de la realidad de la que hablamos.

Por tanto, aunque parezca que nos vamos del tema, no es así porque evitar las generalizaciones en cuanto al odio es ya el comienzo de un proceso de luz sobre este y otros problemas humanos. Casi todo queda mejor contado si utilizamos 'la mayoría de la gente, la mayoría de los jóvenes, la mayoría de los pobres, la mayoría de los migrantes'... Es sencillo, pero hacerlo parece introducir un margen de condescendencia por haber aceptado o dicho 'la mayoría de'. Y no es cierto, no; esto no cae nada lejos del odio en una convivencia conflictiva, sino que la sitúa en el único lugar en el que se le puede dar una salida.

En el caso del odio, este se ha colado por la mayoría de los conflictos que arrastran nuestros días. Si la vieja lucha de clases entre enemigos conformaba la interpretación más compartida del naciente capitalismo, el desarrollo de las sociedades de bienestar fue evitando el uso de esta expresión, para preferir el concepto conflicto y, luego, competencia de intereses no antagónicos e insuperables, y por fin, complementarios. Solo las minorías, se decía, escapaban a sus beneficios o interpretaban el acuerdo social como un fracaso político. Un sueño.

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El caso es que en nuestros días todo está dando un salto epocal y también esto afecta al odio. Y no siempre a favor. Todas las guerras que en el mundo son y casi todos los conflictos violentos comienzan como expresión de la sed de poder de las élites sobre sus espacios de influencia. Por nuestra parte, la mayoría de las poblaciones de esas potencias, y sus adversarios, concurrimos al conflicto fundamentalmente con el combustible del odio. Podemos pensar que nos lo imponen, o que nos lo cuelan con engaños, o que lo hacemos nuestro por necesidad, pero lo cierto es que el odio al otro, en cuanto otro que nos cuestiona a fondo, es el gran añadido concomitante de cómo se llega al conflicto total, la guerra, y a la dificultad extrema de que, razonando, alguien renuncie a su sed de venganza y se atenga a una mesa de la palabra.

Prácticamente nadie quiere la guerra, salvo quienes viven de ella; y en el pueblo, menos todavía. Cuando llega, nadie admite que su participación antecedente o subsiguiente es por sed de poder y odio; al contrario, todos dirán (diremos) que es como legítima defensa frente a una insoportable agresión anterior; y cuando el proceso demonizado avanza, ya todos parecen (parecemos) tener alguna razón y alguna sinrazón añadidas para seguir, y entonces solo quedan claros dos aprendizajes.

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Uno: que el odio lo ha inundado todo y nos domina a la mayoría; no es que la causa original más justa se haya perdido, eso no pasa, requiere de mucho tiempo; pero el odio mutuo es ya un mal que cuando el conflicto llega a una mesa y se ordena -mejor o peor, pero se ordena-, el rencor permanecerá años y quizá siglos. Y segundo: que cualquier salida política bien mediada dejará insatisfechos a todos; y para que sea bien mediada, habrá puesto en práctica una máxima que compensa la presión del odio: que la equidad mínima nos obliga a reconocer lo que hay de justo en la pretensión de los otros.

Se trata de escuchar, valorar y reconocer qué le debemos cada uno de los contendientes al otro. Si se piensa en una salida equitativa, incluso en Derecho internacional y humanitario, este es el primer aprendizaje de cada parte: ¡ponte en su lugar!

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