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Siempre me ha interesado atender a las críticas de quienes cuestionan a fondo los Estados de bienestar por despilfarradores de lo público y, a la ... larga, insostenibles. Muchos otros adjetivos concurren en la misma crítica: que nos hacen dependientes cual niños en apuros o que generan relaciones clientelares a la caza de votos. Con ocasión de los últimos procesos electorales, la cuestión ha vuelto a aparecer soterrada en entrevistas y debates de segundo grado. La misma sensibilidad resuena en las aulas universitarias, donde a no pocos cuesta ver la equidad de nuestros sistemas democráticos y sociales.
La cuestión me interesa mucho, pero no soy especialista, así que apenas puedo ayudar a plantear algunas preguntas que surgen fáciles en la calle y en el aula, y que alguna vez me gustaría ver respondidas con solvencia ante los ciudadanos. Salvo honrosas excepciones, es muy difícil encontrar contabilidades coincidentes sobre cómo nos va en las cuentas públicas y cuál es su reparto exacto y por qué. Todo depende de cómo se mire y a qué se atienda. Así que mientras para medios económicos de signo liberal-conservador caminamos al desastre, medios liberal-sociales dicen que hay motivos fundados para el optimismo. En este vaivén lo que propongo considerar no es tanto quién tiene más razón en su política económica global, cosa nada baladí, sino quién nos aclara mejor la obra fiscal del Estado en el día a día de cada año. No es fácil verlo.
Al otro lado estamos nosotros, la gente de a pie. Y entre los más cercanos e interesantes para mí, la actitud de los estudiantes que expresan más desconfianza y hasta rechazo al intervencionismo fiscal del Estado. Si esto mismo se traslada a debates entre profesionales de la política, se puede reproducir parecido antagonismo; y si la pregunta es mediante una encuesta en la calle, la respuesta es igualmente desconfiada.
En torno al 1 de Mayo pasado, voy al caso práctico, alguien salía a la calle micrófono en mano y preguntaba a distintos jóvenes si no preferían que el Estado les respetara íntegro el sueldo y, más tarde, les reclamara las retenciones fiscales y sociales debidas por ley. La sorpresa de los entrevistados se centraba, primero, en que fuese necesaria esa merma del salario. Lógico si la entrevista ya postulaba en la entradilla si no debería evitarse ese atraco y buscar formas más libres y responsables para que cada uno administre lo suyo.
Al final de esa incipiente reflexión popular había un giro y casi todos preferían dejar las cosas en paz. Pensaban que sería mucho más duro desprenderse de lo propio, tal vez tardíamente y cuando ya no lo tenemos. La salida suena muy razonable, pero la cuestión es que 'los dueños' de la encuesta creían ver confirmada su tesis de que 'si la gente supiera lo que paga… se rebelaría contra el Estado'.
Uno no es ingenuo a estas alturas de la vida y no da por bueno, sin más, que lo público mira por todos y lo privado por cada cual. Pero con todos los matices, faltó ahondar en cuánto nos retiene el Estado y si, con eso, tú puedes pagarte los servicios que necesitas en las distintas situaciones de la vida. Lógico suponer que no todos necesitamos los mismos servicios, pero prácticamente en todos los entrevistados, de haberles preguntado si pueden pagarse esos servicios, la respuesta sería que no. Y esta es la cuestión.
En el aula es uno de los momentos más debatidos y al final determinante de un cambio relativo de opinión. La inmensa mayoría de los ciudadanos salimos ganando con sistemas de bienestar social que el Estado democrático nos ofrece; nosotros mismos en él y a cambio de nuestra fiscalidad, claro está. Es lógico que sea un clamor la necesidad de que la administración de lo público sea transparente, proporcional a las necesidades y posibilidades -no otra cosa significa igualitaria-, sobria y eficiente en el uso de lo escaso y de todos, pero la balanza es indiscutible que se inclina a favor del Estado social.
Que es cierto que los Presupuestos Generales del Estado, hablo en el sentido amplio de este sujeto político, están pendientes de una equidad y transparencia que a menudo no tienen, todos los expertos lo dicen; pero igual de verdad es que pocas veces concretan casos precisos a los que se refieren como abuso del presupuesto con derechos prescritos o privilegiados. ¿Por qué no? Yo sé que los hay, está en manos de la democracia decirlos y corregirlos -¿quién controla al guarda?-, mas la grandeza del sistema social que nos hemos dado en Europa es un acierto global que envidia con razón medio mundo y los pueblos lo desean para sí.
Cuando se trabaja con afecto por la democracia, concretar estos extremos es más ilusionante que cualquier otra metafísica nacional. Para quienes nos movemos alrededor de la ética social -desde los más débiles, que dice Reyes Mate-, este aspecto tan práctico de la democracia social es innegociable.
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