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El progresismo camina cogido de la mano de lo público y, en Euskadi, llevan un paso ágil por esa vereda de lo colectivo con destino a lo igualitario. El discurso político vasco va acompasado con esa sociedad progresista que solo ve salida en lo social, ... en lo común, contrario de todo punto a los intereses particulares, que representan el pasado y el obstáculo para una sociedad justa.
La progresía clama contra quienes hacen dinero con la vivienda. Los alquileres deben ser públicos, dicen, debe haber un gran parque de viviendas públicas de alquiler, porque no es justo que nadie se lucre con un bien necesario como es la vivienda. Basta ya de especulación, de enriquecimientos injustos con un derecho fundamental como es el hogar.
La sanidad debe ser pública, claro, sólo la sanidad pública es justa, sólo la sanidad colectiva merece reconocimiento social pues no es admisible que nadie haga dinero con la salud, que es un derecho universal con el que no se debe mercadear.
En lo público está la salvación. También en la alimentación. No es admisible que desde una perspectiva de progreso aceptemos que empresarios sin escrúpulos se lucren con lo que comemos, con los alimentos básicos que necesita toda persona y toda familia. Es preciso regular los precios a los que se venden los productos alimentarios e impedir que desde el interés privado se saque ventaja del comercio con elementos básicos de la cesta de la compra. Por eso es necesario cobrar impuestos, sin límite a la vista. Siempre hay una necesidad que cubrir y alguien a quien se le pueda sustraer el dinero para compensar esa injusta desigualdad.
Nuestra sociedad es 'progre'. Va en contra de lo privado, de los intereses espurios del individuo que no piensa en los demás sino solo en sí mismo. La vocación de lo público se muestra como una noble acción, la lucha por lo público es un mérito que honra a quien esgrime esa bandera, mientras que la defensa de los intereses del individuo particular son ilegítimos, fruto de oscuras ambiciones que perjudican al común.
La consecuencia de esta vereda es que cada vez hay menos espacio para lo privado, lo personal, y ese espacio se achica a medida que se aplican nuevos impuestos, nuevas normas, nuevas regulaciones para ordenar la convivencia, que nunca habrían nacido como expresión natural de la sociedad sino que siempre son el resultado de un acuerdo coercitivo para impedir que se hagan cosas distintas a las señaladas por el progresismo.
Detrás de cada regulación hay una prohibición, tras cada norma hay una sanción que garantiza su cumplimiento, detrás de cada tasa hay una amenaza y, en último término, una confiscación.
La progresía se basa en la imposición, en la autoridad, en la fuerza. El alma que sostiene el pensamiento colectivista no nace espontáneamente sino de la coacción. Tras la noble demanda de la igualación está siempre la artera estrategia de la carga y la exigencia bajo amenaza de sanción. Es una fórmula coercitiva que anula la libertad y condiciona la iniciativa del individuo.
En efecto, existen lugares en los que se prohíbe hacer negocio con la vivienda, la sanidad o la alimentación. Son, precisamente, los lugares en los que la vivienda, la sanidad y la alimentación escasean de la forma más severa. Una vez que se acaba con la libertad se acaba con el desarrollo, con el progreso, con la actividad industrial y con los resultados eficaces de una economía de libre mercado.
Los resultados de la imposición son penosos para la libertad y, como consecuencia de ello, para lograr los supuestos objetivos del progreso. No es necesario llegar a los casos más evidentes del escenario internacional para saber que la restricción de la libertad, los vetos a la inversión y a la obtención de un rédito, la limitación de los beneficios del trabajo personal conducen a un perjuicio general.
En nuestra sociedad se ha impuesto el ejercicio, la defensa, la imposición de lo público como la única reivindicación respetable, un manto oscuro, una espiral del silencio (como señaló Noelle-Neumann) se ha adueñado de la opinión general.
Sólo lo público es lo correcto. Tal vez por ello, en febrero una pancarta ilustró una de las facultades de la Universidad del País Vasco con el lema «Harreman erromantikoen aurrean: Maitasuna kolektibizatu» (Frente a las relaciones románticas: Colectivizar el amor).
Otras formas de amor no colectivo deben, pues, interpretarse como contrarias al progreso, como modelos obsoletos alentados por los intereses particulares de quienes han gobernado el mundo. La extensión de lo público alcanza ya a las más íntimas de las relaciones personales y se alienta a la colectivización del amor como una forma más noble de practicarlo.
Cabe esperar que, al menos en este caso, los nobles sentimientos de la progresía no requieran de los rigurosos medios que suelen emplear para extender lo público hasta el último rincón de la convivencia humana.
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