Suele subrayar Joseba Sarrionandia que un país es un espacio de comunicación. Lo podemos entender como un lugar común donde se comparten símbolos y canales para el intercambio dialéctico y dialógico. Ese espacio, público por definición, puede generar y regenerar narrativamente la realidad. Esta identidad ... narrativa, irremediablemente contingente, determinada por lo que nos decimos y nos contamos, se concreta a través de un debate público, esencialmente político. Pero ¿entre quienes nos contamos qué? Merece la pena prestar atención a lo que hace que, efectivamente, tenga sentido que nos comuniquemos.
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Quienes constitucionalizaron las leyes universales de la libertad y la igualdad en aquellos convulsos 1789/1794 nos legaron el mito fundacional del «pueblo». Un mito que, a pesar de su cualidad abstracta, era algo muy concreto y poderoso, algo que hacía posible la democracia misma. Una república basada en la virtud, en la fraternidad y en la lealtad patriótica contenía necesariamente una dimensión espiritual y afectiva. Dimensión que, inoportunamente, el relato de su genealogía ha infravalorado y, por alguna razón, frecuentemente ignorado. Con todo, con aquellos pioneros patriotas nacía la soberanía nacional y se fundaba, según los padres de la criatura, el primer pueblo de la historia. Sin embargo, el pueblo político no era posible sin el «pueblo afectivo». Por eso, Saint Just estableció en su proyecto de instituciones que «quien no crea en la amistad será desterrado». Si Rousseau nos forzaba a ser libres, Saint Just nos forzaba a fomentar la amistad.
La soberanía es la cuestión nuclear de la política, la madre de todos sus debates. Pero cuando traemos la soberanía a la escala concreta de su aplicación efectiva (el sujeto de decisión política), nos encontramos que hay algo que le precede, una realidad que está antes, sin perjuicio del durante y del después. Ese algo no es un plebiscito diario, como sostendría Renan, ni un patriotismo constitucional que nos propondría Habermas, ni se puede reducir a un puñado de artículos como el bienintencionado Saint Just pretendía.
Juanjo Álvarez apuntaba hace poco que «Euskal Herria es una confederación emocional». Me adhiero a esta idea por el potencial unificador que contiene. Precisamente porque somos diferentes necesitamos sentirnos iguales, y el de los sentimientos parece un suelo común prometedor. Nos lo confirma Floren Aoiz, que desde otra perspectiva también nos hablaba del poder de movilizar los afectos.
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Si, además, un país es un espacio de comunicación, hagamos caso a Ignacio Sánchez Cuenca cuando nos advierte que los instrumentos intermedios que son los partidos y los medios se están «inmediatizando», lo que vendría a decir, siguiendo a Daniel Innerarity, que están perdiendo su capacidad de mediación. Esto se traduciría, potencialmente, en una pérdida de calidad de nuestro debate público y, en consecuencia, en la devaluación del lugar común donde «confederar» nuestros sentimientos colectivos.
El debate público vasco se enfrenta a un reto apasionantemente constructivo: hacer posible, sin más apriorismos que los lazos afectivos que nos reconocemos mutuamente, una forma de comunicarnos no que gestione de una manera más o menos civilizada nuestras diferencias, sino que sea valioso en su conjunto. Una conversación pública que nos permita ser libres e iguales para expresar, refutar, matizar, proponer, rechazar… todo aquello que consideremos digno de relevancia.
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La forma en la que lo hagamos contribuirá a la afección o desafección, y, si hemos acertado con el razonamiento, construirá o deconstruirá nuestra identidad en un sentido o en otro. Aquí no interpretemos ingenuamente la idea de la fraternidad revolucionaria ya mencionada. El sentido político que evoca es profundo: no se trata de querernos (aunque nunca esté de más), sino de que sepamos reconocernos como diferentes desde un mismo sentimiento de pertenencia.
En el París que conoció Saint Just, se publicaban cientos de discursos, diarios y carteles; se hacían asambleas de infinita duración donde se razonaba, se proclamaba y se enmendaba con vehemencia. La democracia nació con el pueblo, y el pueblo nació con el debate público; apasionado, a veces brutal, a veces poético y siempre ferozmente creativo de sus protagonistas.
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Se podrán inferir pretensiones exageradas o teleológicas a la idea de atribuir un propósito a la tarea de construcción de nuestro espacio comunicativo. Puede. Pero asumamos la pequeña ambición de ser conscientes de que cada aportación individual al debate público es, en realidad, una forma de creación colectiva. El sentido de que nos comuniquemos no puede estar demasiado lejos de que interioricemos esto.
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