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La polémica política en relación al anuncio de futura implantación en Vitoria-Gasteiz de un Centro de Acogida de Protección Internacional de Refugiados (CAPI), con gran beligerancia dialéctica y un duro cruce de acusaciones (se ha llegado a hablar de xenofobia, o de la existencia ... de discursos próximos a la extrema derecha) reabre la reflexión acerca de si realmente Europa dispone o no de un verdadero sistema de acogida para los solicitantes de refugio. Mucho más importante que un edificio es el modelo que podamos ofrecer a quienes llaman a nuestra puerta buscando solidaridad. La UE dice fundamentarse en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos. Y afirma que son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el respeto a la dignidad de las personas, la no discriminación y la solidaridad. La Carta de Derechos Fundamentales de la UE dice querer situar a la persona en el centro de su actuación.
Y sin embargo, en las sucesivas crisis migratorias, y respecto a personas que solicitan protección como refugiados procedentes, por ejemplo, de Irak, Afganistán, Siria o Yemen, la reacción europea (a diferencia de lo realizado con los refugiados de Ucrania) ha sido cicatera: se olvidan toda dignidad, respeto y protección de los derechos humanos, se gripa el motor de solidaridad y empatía hacia quien sufre persecución y miseria. ¿Dónde queda la generosidad y la salvaguarda del humanismo que inspiró el proyecto europeo?
Son valores que deberían estar en el frontispicio del proyecto europeo y que impulsaron el esfuerzo de los creadores de Europa hace 66 años. Sin embargo, y ante el obsceno ejercicio de cicatería social al que asistimos por parte de los dirigentes europeos, cabe preguntarse dónde queda el proyecto de paz, de anclaje de la política en torno a los derechos fundamentales que representó nuestra UE.
Como europeos no podemos mirar a otro lado. No podemos permanecer ajenos a este drama humano, no podemos asistir impasibles a esta ausencia de principios éticos mínimos que representa 'cosificar' como mercancía a cada una de estas personas y familias que huyen buscando asilo y refugio, mientras desde nuestra Europa debatimos en torno a ellos hablando de cuotas.
Cabría proponer ejemplos a favor de la relativización y del mestizaje de ideas y de proyectos como el europeo, pero sobre todo para enviar un mensaje a favor de la convivencia integrada y de la no fragmentación en bloques cerrados: cuando buscamos las raíces de Europa, con frecuencia se afirma que no se puede concebir Europa sin el papel de la Iglesia. Y la pregunta a hacerse es: ¿se desarrolló Europa sólo con la base aportada por la cultura cristiana?
La respuesta negativa es evidente: fue enriquecida por las matemáticas indias, por la medicina árabe, por la cultura grecorromana. La Edad Media cristiana construyó su teología sobre la base del pensamiento de Aristóteles (redescubierto a su vez a través de los árabes). Tampoco, por cerrar esta suma de ejemplos, se podría concebir a San Agustín (el más grande e importante pensador cristiano) sin la asimilación de la corriente platónica. La Europa cristiana eligió el latín de Roma como lengua de los ritos sagrados, del pensamiento religioso y del Derecho; la cultura griega, a su vez, no sería imaginable sin tener en cuenta la cultura egipcia. De hecho, el magisterio de los egipcios fue clave en la inspiración del Renacimiento.
Volviendo a la actualidad, el debate no puede quedar centrado en defender 'lo nuestro' como algo mejor o superior a lo foráneo. La barrera, la frontera a la aplicación de esas prácticas debe situarse en la exigencia del respeto a la dignidad de la persona y debemos excluir toda forma de discriminación amparada en supuestas inercias históricas.
La entrada de inmigrantes sin control (no quisiera hablar de ilegales, no es un adjetivo que merezcan personas que buscan sin más subsistir) perjudica al conjunto de extranjeros en su consideración social y en sus oportunidades de trabajo. Ellos son los primeros perjudicados al ser explotados por mafias, trasladados con grave riesgo para sus vidas y con dificultades infranqueables para su plena regularización administrativa.
El segundo debate, el de la integración social de los inmigrantes, es incluso más complejo que el del control: no hay recetas mágicas y ninguna tiene garantizado su éxito. Basta comprobar que ni el modelo francés, de asimilación (más generoso en conceder la nacionalidad pero que defiende una mayor uniformidad cultural, como se aprecia por ejemplo en la prohibición del velo islámico) ni el modelo inglés, más tolerante con las diferencias y 'multicultural', han permitido impedir que el problema se manifieste y altere gravemente la vida ciudadana en ambos Estados.
Ojalá alcancemos consensos en torno al modelo de acogida e integración y dejemos de lado polémicas alejadas del centro del verdadero debate que plantean para nuestra sociedad la inmigración en general y las solicitudes de las personas que buscan refugio o asilo en particular.
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