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Señor José Manuel Gil Vega: pena y dolor es lo que me ha causado leer su artículo con ese titular contundente. «Yo no quiero hablar euskera». Hubiese entendido más el «no puedo hablar euskera»; pero no, usted afirma: «Yo no quiero hablar euskera». Y aunque ... con la boca pequeña habla de que habría que protegerlo, creo que entra en una gran hipocresía cuando dice: «Por supuesto que se trata de una lengua que hay que proteger». Y pregunto: ¿cómo? ¿Obviándola? ¿Rechazándola? ¿Anulándola?
Pues mire: yo quiero seguir hablando euskera, quiero protegerla; es mi lengua materna y me sentiría avergonzado por dejar morir la lengua de mi amama.
Siempre apuesto por quienes tienen más necesidades en este difícil equilibrio de la supervivencia y/o subsistencia de culturas. Y no me negará que el «no querer hablar euskera», como usted abiertamente proclama, es producto de obcecación u obsesión o una peculiar deformación. ¡Ah! Y entiendo que no lo quiera aprender y que tiene derecho a hablar solo en castellano, es obvio.
Usted tiene sus opiniones y yo las mías, y es difícil cambiarlas; son puntos de disensión que nos hacen vivir en mundos diferentes. Pero me temo que casi siempre las cerrazones son razonamientos injustificados que se adentran más en el desconocimiento; y si no seducimos, hacemos camino a la inversa. En cuestión de seducir, nuestras canciones tienen mucho que decir: le invito a que escuche 'Ez bedi galdu euskera' ('No se pierda el euskera') que nuestro bardo Iparragirre escribiera en 1876.
No hay verdades absolutas, pero sí verdades obsoletas. El liberalismo como estatus político social, al que creo que usted aboga, exterminó al indio, ha arruinado culturas y ha creado discordias donde no las había. Y no entro ya en lo que propaga el mundo neoliberal porque en esta supervivencia de lenguas y culturas sabemos que el pez grande se come al pequeño, pero me quedo con lo que nos decía el patriarca de la cultura vasca José Miguel Barandiarán: «Constituimos, entre muchas clases de plantas y flores de que se compone un jardín, un género de flor o de planta diferente que tiene derecho a la vida como los demás». Ese es un cuidado que nos está encomendado. «Nosotros no pedimos que se corte ninguna flor, sino que dejen vivir la nuestra».
Nunca me ha gustado la uniformidad, ni la de Euskadi ni la de España ni la de ningún lugar. Yo que amo la cultura vasca, también amo la riqueza de la cultura española y su afirmación me ha dado mas lástima que otra cosa y me viene a la memoria algo que me sucedió no hace mucho.
Un máximo exponente de la literatura española ha sido excelsamente traducido al euskera, y en este caso hablamos de alguien que sufrió penalidades. Me refiero a al poeta fontivereño san Juan de la Cruz. Quizás sepa que su obra magna 'El cántico espiritual' fue escrita en la cárcel, a donde fue enviado por tratar de reformar la orden de los carmelitas.
Juan de Yepes (san Juan de la Cruz), que sufrió duros castigos, no conoció en vida publicados su versos. Treinta y seis años después de su muerte se publicaron en francés, primero en Bruselas, luego en París y años después en España.
Afortunadamente esa época pasó y también la hemos vivido los que nacimos en pleno franquismo. «Escribe 1.000 veces 'no hablaré en vasco en clase'». Ese fue el castigo que me propugnaron siendo yo chaval, y a nadie quiero que le castiguen por no querer hablar en un idioma que ni siente ni ama.
El caso es que un señor de la política cultural de este país, cuando supo que yo musiqué los versos de san Juan de la Cruz, tan bien traducidos por el poeta carmelita Luis Baraiazarra, me preguntó, quizás en modo irónico: «¿No estarás buscando un puesto en el obispado?». Ante esa pregunta sorpresiva y de cierta incredibilidad, me reí y le contesté: «¿Tú sabes quién era San Juan de la Cruz y dónde escribió sus excelsos poemas hoy catalogados como máximos exponentes de la literatura universal?».
Su respuesta fue tajante: «Ni sé, ni me interesa». Supongo que si va a Francia, aunque no le interese el francés, se sentirá obligado a estudiarlo. Aquí no siente tal necesidad y, por supuesto, está en contra de una mínima obligación. Evidentemente, usted tiene derecho, no faltaría mas, a hablar en la lengua que quiera y no querer hablar en la que ni siente ni desea.
En fin, discúlpeme, señor José Manuel Gil, no quiero convencerle de nada porque usted tiene sus convicciones muy tomadas, pero su artículo tan «convincente» y «obsesivo» me ha recordado ese hecho que menciono, y su soflama me ha llevado a pensar ese dicho tan penoso de «cultura rima con sepultura».
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