En mayo del año pasado, aprovechando la mejora sanitaria que propició el confinamiento nacional, el Gobierno lanzó una campaña propagandística con el lema #SalimosMásFuertes. Transcurrido ya un año desde que todos nos hiciéramos conscientes de la gravedad de la situación y de que se adoptaran ... medidas excepcionales que han alterado nuestras vidas, la realidad es que, con carácter general, salimos siendo menos y más débiles.
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Menos como consecuencia del elevadísimo número de fallecidos, los datos comparativos indican que en España ha aumentado la mortalidad un 23%, lo que arroja una estimación de 92.000 muertos por el coronavirus, el peor dato del Occidente europeo y el sexto peor del mundo. El número de profesionales sanitarios contagiados en España durante la primera ola fue un 50% más alto que los registrados en Francia y un 300% que los de Alemania.
La desconfianza hacia las autoridades sanitarias es palpable. Los desatinos del director de Alertas Sanitarias del ministerio, la falsedad de la existencia de un equipo profesional de expertos, las contradicciones sobre la conveniencia del uso de mascarillas o las compras anómalas de material sanitario han mermado la opinión sobre los gestores de la lucha contra la pandemia.
La colaboración política no ha sido mejor. La declaración del estado de alarma requirió de negociaciones ajenas a la emergencia sanitaria. Así, Bildu dio su apoyo merced al compromiso de la derogación de la reforma laboral; el PNV, a cambio de transferencias económicas; y los independentistas catalanes, para que se reuniera la mesa para Cataluña. Tal fue el mercadeo que los propios partidos se hicieron conscientes de su ineficacia y accedieron a la aprobación de un decreto de alarma por el que renunciaban a su obligación constitucional de revisarlo quincenalmente.
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Se decretó la fragmentación de las medidas anticovid que todos aspirábamos a que fueran científicas y no una miscelánea entre la conveniencia sanitaria y otros elementos intuitivos como la oportunidad política o el clima social y laboral de cada comunidad autónoma.
En el caso de Euskadi, los vascos hemos tenido la ocasión de advertir que nuestro sistema sanitario no se ha destacado favorablemente de los demás, más bien al contrario, al haber ofrecido los peores datos en el progreso de la vacunación de una planificación muy deficiente. El hecho de que Osakidetza dispusiera de un censo que contabilizaba un 42'5% más de centenarios de los que realmente había ha puesto en evidencia la falta de rigor de la Administración sanitaria.
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Han sido excelentes los profesionales sanitarios que han trabajado con dedicación y entrega vocacionales pese al riesgo para su salud y la de sus familias. Profesionales de todas las áreas económicas que mantuvieron su actividad pese a las inconveniencias. Pero, en su conjunto, la gestión, la Administración, el sector público, su dirección, su eficacia se han mostrado torpes, arbitrarios e ineficaces.
Por el contrario, el sector privado se ha mostrado útil e imprescindible. No deja de asombrar cómo no hubo carestía en los estantes comerciales ni en los momentos en los que el pánico condujo a acaparar alimentos. Toda la cadena de distribución, desde los agricultores y ganaderos a los transportistas y los comerciantes, lograron atender la demanda pese a trabajar en condiciones adversas.
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Las corporaciones del ámbito de la distribución y la tecnología han sido capaces de superar las complicaciones en un año de contracción económica. En España, las telecomunicaciones no solo han logrado atender un mayor uso de sus redes sino que durante la pandemia han aumentado en un millón los hogares conectados a Internet. Los periódicos no dejaron de estar en los kioskos ni un solo día.
La más asombrosa y feliz creación de estos doce meses, la vacuna contra el covid-19, ha nacido de las detestadas empresas farmacéuticas. Con financiación parcial de su principal cliente, la Seguridad Social de los países europeos, han logrado el éxito de descubrir las fórmulas de combate en un tiempo brevísimo, la mitad de lo que estimaba la OMS. La están produciendo y extendiendo.
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Aún hay quien defiende la nacionalización de las vacunas para garantizar su fabricación, extensión y adecuada distribución. Como si las farmacéuticas no tuvieran ese mismo propósito y no lo supieran realizar con más éxito. Hay que tener una fe acrítica en lo público para pensar que quienes descartaron el riesgo de la enfermedad, su transmisión aérea, los que despreciaron el uso de las mascarillas o descartaron la transmisión de la cepa británica fueran a saber producir más y mejor las dosis de la vacuna que han ideado las farmacéuticas.
Por la ecuanimidad y justicia en su distribución, dirá alguno. Pero no creo que los consejeros de Sanidad, alcaldes o directores de hospital que se han anticipado en recibirla respecto a las personas de alto riesgo sean ejemplos de que lo público es lo mejor y lo más justo.
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