Llega a mis manos un libro de Leonard Koren, artista y escritor estadounidense, que habla del wabi-sabi. El wabi-sabi, binomio léxico nipón intraducible y término prácticamente indefinible, es, a grandes rasgos y para simplificar, esa estética que va desde la arquitectura hasta el ... arte en todas sus manifestaciones -cerámica, decoración, interiorismo, arreglos florales- y que, como regla fundamental, celebra los estragos del tiempo. El wabi-sabi va por libre, es indiferente al buen gusto convencional. El wabi-sabi se acomoda a la degradación y al desgaste. La corrosión aumenta la expresión del diseño y lo multidimensionaliza.

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El wabi-sabi, más allá de ser un estilo estético, es una concepción filosófica y holística de la estética, y bebe de las fuentes ideológicas de simplicidad y naturalidad del taoísmo y del budismo zen. Su inspiración es muy lejana en el tiempo, aunque se sabe que surgió en Japón hacia el siglo XV como revulsivo a la fastuosidad y dispendio que se habían instalado en todo lo relativo a la tradicional ceremonia del té.

Imagino a quien profese el canibalismo político preguntándose: ¿qué pinta este preámbulo en un artículo de actualidad? Mucho, a mi modo de ver, desde el punto de vista del urbanismo contemporáneo -tan alejado del espíritu wabi-sabi- que avasalla con su instinto demoledor, con su bárbara acción de derribo, con la aniquilación de lo usado en sucesión trepidante en aras del progreso, con su aberrante defensa de la remodelación integral, vademécum de las propuestas arquitectónicas actuales para locales e inmuebles.

El panorama es desolador: calles permanentemente en obras cuya esencia, cuya alma, es ya una especie en peligro de extinción. Paisajes distópicos sin identidad, arquitectura aséptica, alienada, modelos estéticos que tratan de igualarnos en la manera de entender la belleza y que, desgraciadamente, casi siempre lo logran. Los oídos a menudo no son sordos, aunque las palabras sean necias. Es la muerte del Dios de toda la vida para dejar paso al Superhombre moderno, que decía Nietzsche.

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Desde la destrucción de comercios con elegante solera -en mi ciudad conozco unos cuantos- a los cosos convertidos en espacios multiusos de dudosa efectividad pasando por el incremento de parques de hormigón o la edificación de ikastolas gemelas o la semejanza constructora en portales con cota 0, la cultura del derribo sistemático se abre paso. La ciudad soporta obras que transforman lo tradicional en anodino en clara proclama de las leyes más reduccionistas y funcionales de la posmodernidad. Y aunque excluyo del barrido general a las mejoras en cuestiones de accesibilidad, que por supuesto defiendo, no consigo quedarme indiferente ante la condición imitativa humana que por moda, por tendencia, tiende a reproducir estereotipos derribando primero y levantando en su lugar algo nuevo, en vez de restaurar o conservar lo antiguo.

Fachadas enriquecidas con esa pátina que solo el tiempo imprime se echan abajo. Los tradicionales materiales nobles se sustituyen por luna, perfiles de metal o placas de microcemento, elementos que en poco tiempo quedarán obsoletos y tendrán que ser reemplazados por otros de idéntica vulgaridad. Pero nada de ello se recordará ni generará memoria urbana porque el diseño moderno es práctico, no estético, y no se revaloriza.

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Habitamos la era del consumo rápido. El arquitecto o el diseñador que ha quedado deslumbrado por los recursos que le ofrecen la recreación informática y la inteligencia artificial perfila proyectos ambiciosos de líneas pulidas, codificadas e igualadas que, como postula el capitalismo más materialista, pronto serán sustituidos por las vanguardias venideras que seguirán ofreciendo una estética sin emoción. ¿El trasunto final? Hay que construir. Levantar. Renovar. Modernizar. Avanzar. La ciudad no puede desacelerar su pulso urbanístico y cada grupo corporativo quiere dejar su impronta.

Esto se contrapone a ciertas nuevas corrientes que hablan de reducir el consumo, de preservar lo que todavía vale, de reciclar. Lo llaman decrecimiento económico. A menor consumo mayor bienestar, postulan. Menos es más. Hay por tanto un punto de esperanza, una luz en el horizonte gris. Ropa usada se vende en tiendas de segunda mano, ciertos libros de viejo adquieren un valor desorbitado, las antigüedades llenan las almonedas y los muebles heredados se sanean y se restauran. Artistas como Vik Muniz o Artur Bordalo crean sus obras con basura o con chatarra. Es el arte de vertedero que reivindica la reutilización para intentar frenar el desastre medioambiental y el agotamiento de los recursos naturales de un planeta que agoniza. Es crear belleza sin quedar atrapado en el materialismo, esencia suprema del wabi-sabi.

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