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Juan Luis Goenaga se ha ido sin darnos explicación alguna, como tiene que ser. No quiso mostrarnos su decadencia física, aunque no vital, pues estuvo pintando hasta el último momento.
Formamos parte de la misma clase en el colegio. Le recuerdo, totalmente absorto y un ... tanto huraño, dibujando a lápiz, al margen de lo que en ese momento explicaba el profesor. Tres cosas eran más que evidentes: todo aquello le interesaba poco, difícilmente iba a aprobar asignatura alguna que no fuera dibujo y lo suyo iba a ser tan solo la pintura. O eso, o nada. No ha de extrañar que Juan Luis pasara entre nosotros como alguien que era «un poco raro». ¿Sobrevivirá?, me preguntaba.
También sabía de su familia, los del Aurrera, que formaban parte de la historia de la resistencia al franquismo de la época. Su madre, Juanita, se jugó el tipo numerosas veces. Su padre, Luis, era su colaborador callado e imprescindible. Juan Luis y su familia eran de una significación política muy clara, pero en el Aurrera se juntaban, a la hora del aperitivo, los paladares ideológicos más diversos.
Un día, años más tarde, lo visité en Alkiza para invitarle a una mesa redonda en Bilbao, de la que yo era moderador. Y aquí se produjo otro descubrimiento: su mujer, Idoia, con algún antecedente filipino. Pocas veces he conocido a una mujer más bella, cariñosa e inteligente. Lo tenía todo. Me llamó la atención que animara tanto a su marido. Tuve la sensación de que amaba mucho a aquel hombre. Ahora entendía cómo había sobrevivido.
La mesa redonda fue un pequeño desastre. El otro invitado falló y me encontré solo con Juan Luis, que a cada pregunta que le hacía, por mucho que lo hubiéramos preparado, lejos de dar juego, respondía con monosílabos. De moderador me convertí, para mi desgracia, en conferenciante. Lo recuerdo con espanto, el mismo que sintió, supongo, Idoia conforme transcurría la jornada. Nos miramos el uno a la otra, sin decirnos nada, como pensando: hemos hecho todo lo posible. En realidad, le habíamos pedido lo que Juan Luis no podía dar: lo único que él sabía hacer era pintar. Luego sé que marchó triste, recordando lo que tenía preparado y ese día olvidó decir.
Cuando supe que su mujer había muerto, a los 57 años, pensé: ¿y ahora qué será de ese hombre?, pues tenía la impresión de que ella había sido todo para él. Le visité de nuevo en Alkiza. La presencia de Idoia seguía estando allí. Pero Juan Luis sobrevivió; simplemente, siguió pintando.
A los años volvimos a coincidir. Mi mujer Sarah y yo fuimos a una de sus exposiciones y nos encantó lo que vimos. Le pedimos un cuadro. Nos llamó la atención su respuesta: «Ya sé lo que os va a gustar». Al poco tiempo apareció en nuestra casa de Obanos con el cuadro en su destartalada furgoneta. Fue él personalmente quien lo colocó. No le habíamos comprado un cuadro; sentíamos que él había pintado un cuadro único para nosotros. Con ese motivo se reanudó nuestra relación. Hicimos algún viaje juntos. Le pregunté si creía que con el tiempo pintaba mejor. Me dijo que la verdadera cuestión no era esa, sino qué pintar; es decir, pensé yo, a qué agarrarse para sobrevivir.
Deseando aprender de él, le acompañé en visitas a exposiciones. Pero, al observar los cuadros, lejos de explicar lo que veía, enmudeció. Me dediqué a contemplar la escena de cómo Juan Luis observaba aquel día un cuadro y otro. Estaba ahí, de nuevo absorto, al igual que en el colegio, aprendiendo, captando temas. Goenaga no hizo otra cosa en su vida que estar en lo que celebraba; vivir para él era pintar. O mejor, pintar, observar e identificar qué pintar luego.
No necesitaba del dinero más que para sus materiales, podía vivir de manera muy sencilla y no prestaba atención a la ropa, aunque luego resultara coqueto con lo que le acababan de regalar. Mi mujer y yo observamos en la segunda cena que tuvimos juntos que, tras hacer como que pensaba, elegía el mismo sándwich anterior, señalado con el mismo número de la carta, y así se lo hicimos saber. Se rio. Ya no era el huraño de antes, sino un hombre humilde y cariñoso, incluso genuinamente generoso en sus comentarios. En la presentación de su obra en Donostia dijo que estaba abrumado por saber de gentes que habían hecho el esfuerzo de venir nada menos que desde Bilbao. Y lo dijo con total sinceridad.
Al caminar, siempre en solitario, parecía flotar y fijarse solo en las formas de cualquier figura de alrededor, fuera una baldosa o un árbol. Solo veía formas. Era incapaz de gestionar nada que no fuera su proceso de creación. Encontrar su móvil se convirtió en una difícil aventura diaria, ya no digamos gestionar su administración o cualquier aparato técnico.
Era entrañablemente raro y no parecía preparado para otra cosa que no fuera la pintura, pero logró sobrevivir. Fue un privilegiado, es verdad, pero es también un privilegio disfrutar del pedazo de legado que tan amablemente nos dejó y que le hará inolvidable.
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