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El 18 de octubre, y con motivo del décimo aniversario de la Conferencia Internacional de Aiete y el fin de la violencia armada de ETA, la izquierda independentista vasca formuló una declaración a través de la cual enviaba un mensaje específico a las víctimas causadas ... por la violencia de ETA: «Queremos trasladarles nuestro pesar y dolor por el sufrimiento padecido. Sentimos su dolor y desde ese sentimiento sincero afirmamos que el mismo nunca debió haberse producido». Hablar en pasado de la violencia terrorista alivia. Y el mensaje contuvo algunos aspectos positivos, sin duda. Pero sus palabras quedan todavía lejos del mojón ético imprescindible para convivir entre diferentes.
No hablamos de política, sino de ética. En todo este contexto postETA hacen falta coraje y dignidad para asumir de verdad la necesidad de respetar las reglas básicas de convivencia. Y entre esas reglas sociales la primera es la de educarse en la frustración. Nadie puede pretender lograr por la imposición del chantaje y de la amenaza de la violencia el proyecto político que defiende. El reto de la convivencia pasa por reconocer empática y recíprocamente al diferente. Asesinar, extorsionar, secuestrar, amenazar, amedrentar en nombre de un objetivo político estuvo mal y resulta inaceptable e insoportable para la vida en sociedad. No admitir incondicionalmente este postulado (que de facto supone negar toda justificación al terrorismo de ETA) o plantearse no hacerlo hasta que otros condenen otro tipo de violencias supone una rémora ética.
La efeméride del transcurso de diez años desde la decisión de ETA de poner fin a su violencia terrorista ha permitido comprobar cómo todavía nos queda mucho por recorrer en el camino hacia un momento estimulante, nos queda lo más difícil: reconstruir la convivencia en Euskadi, sabiendo que el conflicto identitario vasco (que nunca puedo ser la causa u origen de la violencia; al contrario, ésta representa su perversión) debe basarse en el reconocimiento de la alteridad, como base para el futuro de la convivencia. De ahí que la pretensión de organizar políticamente a la sociedad vasca exclusivamente desde una de sus mitades no solo no resulta posible, sino que tampoco es deseable.
William Faulkner dejó escrito que el pasado no pasa nunca, ni siquiera es pasado, es solo una dimensión del presente. Diferir el compromiso, el reto de la convivencia a otra generación supondría declinar nuestra responsabilidad como ciudadanos, un mandato ético que nos interpela a todos. Y no podemos ni debemos dejar en manos exclusivamente de la política esta exigencia de convivencia en paz. Uno de los puntos especialmente controvertidos es el que se refiere al modo de entender la reconciliación y qué reparación corresponde al daño causado por el terrorismo en el tejido social. En muchas ocasiones la idea del perdón y la reconciliación han sido utilizadas como justificación ideológica para omitir graves reparaciones de justicia, ocultar la verdad y callar a las víctimas.
La memoria no puede ser neutra porque la reconciliación no es un pacto entre agresores y agredidos para encontrarse en una especie de punto medio entre violencia y democracia. La reconciliación supone reposición de unas relaciones de reconocimiento recíproco, pero esta obligación de reconocer a los adversarios, aunque se dirija a todos por igual, no plantea las mismas exigencias a quienes han ejercido la violencia y a quienes no lo han hecho. Aquí tampoco puede aceptarse la simetría.
Todos tenemos la misma obligación, pero no todos tenemos que hacer el mismo recorrido. Se trata de recuperar para la convivencia democrática a quien no fue capaz entonces de entender que la violencia carecía de justificación, pero no de ofrecerles ahora una legitimación inmerecida. El deber de la memoria ha de acompañarse de una aceptación de la complejidad histórica, pero el relato oficial, público y, sobre todo, los principios sobre los que se asienten nuestro marco político y sus procedimientos de modificación no pueden legitimar el recurso a la violencia. El relato justo del pasado, por difícil que sea, nunca es un punto medio entre víctimas y autores. No se trata de imponer una 'verdad oficial',sino de establecer que la discusión acerca de nuestro pasado se lleve a cabo en el marco de los principios democráticos, de respeto, pluralidad, ilegitimidad de la violencia y reconocimiento de las víctimas.
Tratar de entender el mal, la causa del daño generado, sea por la violencia terrorista de ETA, sea por el infame terrorismo de Estado, sea por abusos policiales o torturas no supone justificarlo sino tratar de evitar que en el futuro se reproduzca y lograr así que la paz en ausencia de violencia sea irreversible. La reconciliación requiere que ETA y sus militantes se enfrenten a su pasado. Rectificar es un éxito vital, no un fracaso. Sin asumir esto no podremos lograr un futuro compartido, porque de otro modo cada persona siempre pensará que su mal, su error, su incorrecto y desviado actuar tenía una razón que lo justificara. La llave de la solución ética la tenemos cada persona: la asunción de responsabilidad es signo de valentía, de compromiso por la paz.
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