Tras la celebración de las elecciones andaluzas, la maquinaria de los partidos políticos se pone ya en una marcha frenética orientada a la secuencia de convocatorias electorales que se atisban para los próximos meses. Convertir en rutinaria la llamada a las urnas, banalizar el voto ... como si la democracia se redujera a votar y solo a votar sin preocuparse de la calidad de esa democracia formal tiene muchos riesgos. Uno de ellos es el que conduce desde la hipertrofia de convocatorias a la anomia política: la anomia es, para las ciencias sociales, una deriva de la sociedad que se evidencia cuando sus instituciones y sus líderes no logran aportar a la ciudadanía las herramientas imprescindibles para alcanzar sus objetivos en el seno de su comunidad y todo ello se traduce en un proceso que conduce al desapego ciudadano y a la emergencia de corrientes antisistema.

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Las elecciones son el instrumento fundamental de la democracia. En virtud de ellas quienes tienen el poder se enfrentan a la posibilidad de ser expulsados de él mediante unos procedimientos establecidos. En este momento se visualiza que la política nos introduce en un mundo en el que hay que dar cuentas, que el poder no es absoluto porque está obligado a revalidarse, que la política no da más que oportunidades a plazos.

Las elecciones, siendo muy importantes, no deberían ser idealizadas como si la democracia no tuviera ninguna otra exigencia. Si redujésemos la democracia a un sistema en el que los ciudadanos votamos a nuestros representantes, si conceptuáramos el electoralismo como un sistema de captación de votos, la política acabaría convertida en populismo. El voto representa una fuente importante e innegable de legitimidad democrática, pero no es suficiente; ésta no puede basarse solo en la convocatoria periódica de elecciones.

Es necesario lograr una democracia real, no solo formal, basada en el buen gobierno, en la calidad del gobierno, en la fijación de contrapesos a su ejercicio. Si concebimos la democracia como un modelo de gobierno basado única y exclusivamente en los votos el propio sistema acaba necesitando prometer muchas cosas y gastar ingentes previsiones presupuestarias para atender a esas promesas, generando dinámicas difíciles de controlar.

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Las urnas no otorgan poder para adoptar cualquier decisión a los gobernantes. Como muy bien señalaba Rafael Jiménez Asensio, no deberían servir, por ejemplo, para justificar inversiones faraónicas que conduzcan a AVEs sin pasajeros, autopistas de peajes sin vehículos o aeropuertos sin aviones, todo ello bajo la «excusa» argumental de que con su construcción se está atendiendo a las demandas de los ciudadanos.

Si algo caracteriza los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello, debe implantarse una hasta ahora ausente política anclada en el diálogo. Negociar y llegar a acuerdos es algo tan tangible como valioso. Sentarse a negociar conlleva el reconocimiento del otro, implica tratar de comprender sus argumentos, confrontar los intereses en presencia. Capacidad de dialogo, paciencia, dosis de persuasión y de dialéctica, dejar los egos a un lado, voluntad, discreción y diálogo. Como apuntó con acierto Toni Judt, solo de la mano de una ciudadanía tan cívica como responsable y de una política bien articulada será posible generar confianza, cooperación y acción colectiva para el bien común.

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En la política actual causa furor la imposición de la polarización. O conmigo o contra mí. Se instaura una especie de reduccionismo habitual y cotidiano en los modos dominantes de interpretar la realidad, mucho más rica en matices y mucho más compleja que la que ofrece el discurso imperante. Y ese discurso acaba fortaleciendo los extremos y achica los espacios y opciones políticas que relativizan los postulados radicales y defienden una aproximación hacia los acuerdos, siempre mucho más difíciles de alcanzar que los disensos.

La política no es un juego en blanco y negro. La sociedad contemporánea tiene una enorme complejidad, que no puede ser comprendida si se la reduce a un principio explicativo único y excluyente. Las convulsas circunstancias del mundo permiten apreciar la complejidad que caracteriza a nuestra sociedad: asistimos a unos cambios geopolíticos, sociales, económicos y culturales sin precedentes, y los tradicionales instrumentos de gobierno tienen muchas dificultades para configurar estas nuevas realidades de acuerdo con criterios de justicia o sostenibilidad. El espesor de las interdependencias ha creado una complejidad que resulta no ya solamente difícil de gestionar sino incluso de entender.

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Si esperamos a que la mera inercia del sistema cambie la tendencia, si pretendemos replicar recetas hasta ahora utilizadas, si nos limitamos a buscar culpables a los que reprochar lo negativo nunca superaremos las consecuencias de este complejo contexto que nos toca vivir. La clave radica en poner el acento sincero en las personas y pensar en ellas como las verdaderas palancas del cambio. Esto garantizará el éxito de un cambio de época.

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