Vivimos un contexto geoestratégico y socioeconómico convulso. La inflación desbocada, la sensación de discontinuidad histórica derivada de un contexto internacional complejo e incierto provocan zozobra e inquietud social. Y toda esa suma de factores pasa factura en la confianza social y provoca un auge de ... los populismos políticos, que están pasando de ser un mero síntoma de fatiga democrática a convertirse en alternativa real de poder.
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El miedo ante tanta incertidumbre atenaza y paraliza a buena parte de los ciudadanos. Hoy mismo Hermanos de Italia, la formación política que dirige Giorgia Meloni, sucesora del partido fundado por Mussolini, puede hacerse con el Gobierno de la republica italiana. Su ascenso político tiene mucho que ver con lo atractiva que resulta la antipolítica para el votante de este país.
Hay más y recientes ejemplos: Suecia, EE UU (con la pretensión del retorno de Trump y su fortaleza dentro del Partido Republicano), Alemania (donde la ultraderechista AfD llama a las protestas mientras trata de capitalizar el malestar por la carestía de la vida y los precios de la energía)... En todos los casos se repite la misma estrategia: desde formaciones de extrema derecha se construye el relato de una sociedad rodeada de amenazas (la inmigración, la delincuencia, la situación económica, la emergencia energética) y tras despertar el temor hacia lo desconocido se proponen soluciones tan irracionales como radicales.
Las democracias liberales se encuentran en una situación de fragilidad. Los mensajes populistas simplistas, con tintes a menudo xenófobos, así como los intentos de minar la legitimidad de las instituciones democráticas cuentan con una audiencia receptiva. En cada vez más Estados los partidos populistas han dejado de ser marginales y participan como serios contendientes en las elecciones nacionales. Parte de la población europea considera atractivos algunos aspectos de esa gobernanza autoritaria, tales como una vigilancia estricta, libertades individuales en peligro y estructuras sociales uniformes. Para algunos, esta situación recuerda la década de los 30 del siglo pasado, cuando el fascismo en Europa estuvo en auge.
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La estrategia populista puede resumirse en tres principios: atribuir la responsabilidad de los problemas a la oposición o a un enemigo externo (con frecuencia se demoniza a la población inmigrante), proponer soluciones fáciles ante crisis entreveradas y complejas, y apelar a discursos pesimistas y apocalípticos.
¿Cómo combatir esta ola de populismo? Sin caer en sus provocaciones, confrontando cívicamente en el marco de un debate sobre ideas, sobre sociedad, sobre convivencia, sobre diversidad, sobre ciudadanía. El antídoto no puede ser más populismo sino el recurso a la responsabilidad compartida entre políticos y sociedad civil. Nos va mucho en ello.
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¿Cómo contraponer, frente a toda esa suma de simplificaciones dañinas que propagan las corrientes populistas, la racionalidad de los discursos políticos y sociales no enfáticos, aquéllos que reconocen la complejidad de los problemas que nos afectan y la consiguiente dificultad para encontrar soluciones efectivas a los mismos?
La evidencia de que la extrema derecha populista se hace cada vez más fuerte en Europa debilita el proyecto europeo y debe hacer reflexionar a las élites tecnócratas de Bruselas acerca del modelo de sociedad que estamos gestando, porque el fenómeno supera la mera moda pasajera. Ese mensaje profundamente antieuropeísta cala gracias a un desafecto popular que hay contrarrestar con la recuperación de la confianza en las instituciones.
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El edificio de la convivencia es mucho más endeble de lo que parece. Su debilidad deriva de que siempre está en construcción. Hay que protegerlo, cuidarlo, mantenerlo. La lección que cabe extraer de todo ello es que no hay conquista de la modernidad que no sea reversible, por segura que parezca, y que si no cuidamos los grandes consensos y los valores inherentes a la convivencia siempre estará latente el riesgo de quiebra de la misma.
La libertad ideológica y la de expresión es un derecho fundamental que cumple además una función social esencial en democracia: una opinión pública plural representa la antítesis de la 'verdad oficial' y garantiza una ciudadanía con criterio. Ya en 1959 Stuart Mill expresó planteamientos válidos y extrapolables a debates actuales, al señalar que toda libertad es absoluta mientras no perjudique a otras libertades y derechos, o que hay que proteger la discrepancia consciente del parecer mayoritario y lograr así un tratamiento no dogmático de la verdad.
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El recordado Umberto Eco afirmó que la piedra de toque de una verdadera democracia pasa por no conculcar el derecho a la divergencia. En democracia las ideas adversas se han de poder discutir y en su caso combatir dialécticamente. En todo caso, y frente a lo que con frecuencia se afirma, no todas las ideas son respetables o defendibles. Este tópico dialéctico no se sostiene en una vida en democracia porque hay que tener siempre presente la eventual afección de las mismas a principios y valores troncales para la convivencia en sociedad.
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