Los últimos días he encontrado en diferentes medios de comunicación y en redes sociales varias noticias, y formas de presentarlas, que me han hecho pensar sobre nuestras prioridades como sociedad, dónde situamos nuestros afectos, nuestra atención y nuestros intereses. La primera es una noticia del ... 2 de enero del 'New York Times' cuyo titular traduzco: «Una orca que llevó consigo a su cría muerta parece estar de duelo otra vez». La segunda, en un periódico nacional, es en realidad una imagen de dos titulares, uno debajo del otro. El superior, al lado de un botón azul destinado a las noticias sobre el 'Conflicto árabe-israelí', dice: «Las víctimas del ataque israelí en el sur de Gaza se elevan a 11 personas, entre ellas cuatro niños y dos mujeres». El inferior, al lado del botón rojo de 'urgente', anuncia: «David Broncano y Lalachus arrebatan el liderazgo a Cristina Pedroche en las campanadas de Nochevieja».
Empiezo por la noticia del 'New York Times'. La orca llamada Tahlequah se hizo famosa en 2018 cuando estuvo cargando durante diecisiete días el cuerpo sin vida de su cría. Ahora, que ha vuelto a perder una cría, repite un comportamiento que muestra su capacidad de sentir el duelo y de crear un ritual propio. Las redes sociales se llenan de mensajes de condolencia por esa madre que pierde a su «bebé» -«hija», la llaman algunos-; se comparten vídeos y fotografías en los que se muestra cómo carga el cadáver de unos 150 kilos a través de millas oceánicas, su esfuerzo titánico y su obstinación para no desprenderse de él; los medios de comunicación internacionales -los españoles también- reproducen la noticia a lo largo de varios días, con lo que crece su repercusión en las redes sociales. Todo el mundo conoce a Tahlequah y se solidariza con su dolor.
A mí también me apena, por supuesto, que esta madre haya perdido dos crías, que su especie en peligro de extinción -al parecer, tan solo quedan unos 73 ejemplares de este tipo de orca en el Pacífico- se vea todavía más amenazada por la ausencia de dos reproductoras en potencia. Es, evidentemente, una tragedia. No hay ironía en mis palabras; lo siento de veras. Y, al mismo tiempo -noten que no escribo 'pero' ni uso una oración disyuntiva-, no puedo dejar de comparar la conmoción colectiva que se siente ante el comportamiento de la orca y la muerte de su cría con la que se ha dejado de sentir hacia las miles de madres gazatíes, también padres, que lloran el asesinato de sus hijos e hijas. Algunos padres y madres ni siquiera han podido abrazar los cuerpos de sus hijos destrozados por las bombas o sepultados bajo las ruinas de hospitales y refugios. Algunos padres y madres no llegaron a enterarse de que sus hijos habían muerto bajo las mismas explosiones que ellos; se cuentan entre los cadáveres que nadie identificará.
No es que no tengamos imágenes que evidencien el genocidio en Gaza. No han dejado de producirse desde octubre de 2023. Son constantes. Diarias. Y aun así, parece que hemos dejado de verlas. Llevamos mucho tiempo argumentando que el bombardeo de imágenes de violencia explícita, de horror y crueldad, nos vuelve indiferentes, nos anestesia ante el dolor de los demás. Pero cada vez dudo más de esta interpretación que sirve para eludir la responsabilidad, disfrazar nuestra falta de empatía y, sobre todo, nuestra inacción. El argumento de la saturación esconde una verdad vergonzosa: a la mayoría social se la trae al pairo el dolor de toda esa gente ajena, lejana, musulmana, pobre, culpable incluso para algunos. No sé si puedo afirmar que Occidente se conmueve más ante una gran orca doliente que ante una madre gazatí de luto, pero estos días me ha dado esa impresión. Y es aterrador.
A la mayoría social se la trae al pairo el dolor de toda esa gente ajena, lejana, musulmana y pobre
Contemplo durante un buen rato una imagen que no se ha hecho tan viral como la de Tahlequah, a pesar de que ha aparecido -o algunas versiones de ella- en varios medios de comunicación internacionales. Es la fotografía, en la página web de 'NBC News', de Yahya Al-Batran, un padre que arropa en sus brazos el cadáver de su hija recién nacida y muerta de frío en el campo de refugiados al que les ha condenado el ejército israelí. La bebé llegó a tener nombre, se llamaba Jumaa, y es una de los miles de niños asesinados directa o indirectamente: a los que no matan las bombas, los mata el frío, la desnutrición, las enfermedades propias de campos de concentración, como difteria o hepatitis A. No vemos el rostro de Jumaa en la fotografía, pero sí su cabecita helada de color gris, intuimos su minúsculo cuerpo, la mano del padre casi basta para cubrirlo entero. Él la mira con un gesto que podría ser una sonrisa tierna o el inicio de un llanto desgarrado. La magnitud del dolor y del genocidio se condensan en una fotografía que ha pasado casi desapercibida.
La convivencia de los dos titulares antes mencionados -muerte de civiles en Gaza, incluyendo cuatro niños, e índice de audiencia durante las campanadas- tiene un punto de obsceno, más si se señala como urgente y, por tanto, prioritaria, la noticia televisiva. Es posible que fuera fruto de la casualidad, acción del algoritmo en el flujo de noticias, pero en cualquier caso la imagen es una buena metáfora de la sociedad contemporánea, de su inclinación a consumir lo banal y fácilmente digerible, su gusto por la lagrimita fácil, su pasión por las controversias frívolas, la facilidad con la que nos tragamos las ruedas de molino del despiste informativo, la pasividad con la que nos dejamos envolver en la cortina de humo de las redes sociales y de la desinformación. Que una mayoría prefiera a Lalachus, con su vaquita del 'Grand Prix', a las plumas y lentejuelas de Pedroche, puede ser noticia, pero no debería tener prioridad sobre los 11 civiles asesinados en Gaza, cuatro de ellos niños. Que estén en un mismo marco visual es, en sí mismo, una obscenidad.
Considero que no exagero ni generalizo cuando afirmo que hemos pasado a una etapa en la que la mayoría social es indiferente al genocidio que Israel está cometiendo en Gaza. Si es cierto que el duelo de una orca conmueve más que el de miles de seres humanos o que el sorpaso de un programa televisivo frente a otro ocupa un lugar más destacado en las noticias y redes sociales que el genocidio de civiles, significa que somos una sociedad verdaderamente repugnante.
Según un informe de diciembre de la ONU, se han identificado más de 14.500 niños, niñas y adolescentes muertos a consecuencia de la violencia israelí; este informe también asegura que hay miles de ellos aún sin contabilizar.
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