Si la Ley Celaá sale finalmente aprobada en los términos en los que se ha negociado con el nacionalismo catalán, la ministra bilbaína habrá puesto su nombre a una norma restrictiva de los derechos de los españoles. Triste bagaje para una mujer vasca que ya ... conoció un régimen en el que no era posible estudiar en la lengua materna cuando esta era el euskera y que ella va a reeditar, en esta ocasión, para impedir que quienes quieran estudiar en castellano lo puedan hacer con libertad. La libertad con la que hoy, afortunadamente, sí pueden hacerlo quienes quieren estudiar en las otras lenguas oficiales de España.

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Estudiar en español en Euskadi o Cataluña ya era una tarea difícil. En el País Vasco, por una política lingüística que, aceptando la posibilidad teórica de poder escoger el castellano como lengua vehicular, lo hacía imposible en buena parte del territorio por la falta de oferta. Donde sí se impartía, las sucesivas consejerías de Educación ya lo habían marginado a los centros menos atractivos y con peores equipamientos de la enseñanza pública. En la concertada, la línea que se ha seguido ha sido la de primar los modelos educativos euskaldunes por medio de la subvención y la financiación pública, lo que también ha conducido a la progresiva merma de la oferta en castellano.

En Cataluña, el sistema nacionalista ni siquiera guardaba las formalidades y ha venido siendo advertido por sucesivas sentencias judiciales, desoídas por los socios que ha escogido Celaá para llevar adelante su propósito de excluir el español de las aulas catalanas.

Celaá es bien consciente de las consecuencias de su acuerdo. Sabe que, con la redacción que ha aceptado, quienes pretenden anular el derecho a escoger el español como la lengua de enseñanza, como lengua vehicular, han logrado quitarse complicaciones legales. Sin duda, acabarán siendo el Tribunal Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos quienes examinen esta ley, pero, para entonces, buena parte del daño ya habrá sido causado.

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La ministra ha dicho que «el objetivo es que el alumnado sea plenamente competente en castellano y la otra lengua cooficial». Pero ella sabe bien que este no es un debate sobre objetivos educativos sino un debate sobre proyectos ideológicos. Si lo importante fuera lograr una adecuada formación de los alumnos, la nueva ley debería haber facilitado que los escolares estudiaran, principalmente, en la lengua familiar, lo que está demostrado que ayuda a mejorar los rendimientos académicos.

Los pobrísimos resultados de los alumnos vascos en las pruebas internacionales de competencias educativas pueden encontrar parte de su explicación en la inmersión lingüística de niños vascos en una lengua que no usan ni en su casa ni en las calles. Resulta también desolador ver cómo a hijos de inmigrantes, muchas veces con lenguas maternas muy distantes, se les conduce a su escolarización en una lengua que no hablan en casa y con la que tampoco se socializan en los parques o en el patio del colegio. Decisión política que añade más lastre a sus ya complicadas circunstancias para el éxito escolar. Una imposición no pedagógica sino ideológica a la que la Ley Celaá va a facilitar el camino.

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El artículo 3 de la Constitución española dice que «el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». Cuando Celaá dice que el objetivo es «que el alumnado sea plenamente competente en castellano» está respondiendo a lo que la Constitución califica como una obligación, «el deber de conocerla»; pero no responde a lo que la Carta Magna califica como un derecho, el «derecho a usarla».

Los jóvenes que viven en una comunidad dirigida desde el nacionalismo ideológico y quieren escoger, quieren usar, el castellano como lengua de enseñanza se encuentran con unas trabas a su libertad que no preocuparon a Celaá cuando fue consejera de Educación del Gobierno vasco. Ahora, siendo ministra, va a promover una fórmula excluyente.

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Podemos intuir que si las otras leyes educativas fueron efímeras, la que va a salir de los acuerdos con un nacionalismo tan sectario tampoco durará mucho más de lo que dure el Gobierno que la impulsa. Sin embargo, el daño estará hecho. No contra el castellano, que seguirá siendo la lengua común de los españoles, sino contra los derechos de quienes quieren recibir la educación en esta lengua, que ya estaban siendo frustrados por los poderes nacionalistas y cuya merma en la libertad va a ser normalizada por la Ley Celaá.

Hoy, en España, no hay plena libertad lingüística. Con la Ley Celaá se añaden nuevas trabas que impiden el libre ejercicio de derechos tan importantes como este. El resultado: una educación dirigida con objetivos ideológicos y que compromete las posibilidades de desarrollo formativo de los alumnos; particularmente, de los que no tienen otros apoyos que sus propias capacidades para su promoción personal y profesional.

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