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Cuatro, tres, dos, uno… La cuenta atrás ha comenzado. La próxima cumbre sobre el clima, que tendrá lugar en Glasgow, ya está aquí y se presenta cargada de interrogantes, envuelta en el desánimo popular, revestida de cifras imposibles, de datos fríos, de tantos por ciento ... que deberían ser y no son, y con el paquete de expectativas confuso ante la cruda realidad: o se adoptan medidas enérgicas y urgentes a corto plazo o el desastre será irreversible. Es de entender entonces que la desconfianza ante los logros de la COP26 -cuyo nombre nos recuerda a un virus- se extienda como ídem entre el pesimismo colectivo.
¿Qué espera el mundo de esta cita? Algunos optimistas despistados, acaso un frágil apósito paliativo; los más escépticos, nada. Y verán el impacto económico que conlleva como un nuevo despilfarro, otro más de los engaños con que nos zarandean los gobiernos día a día. Para los defensores de la ecología a ultranza todo esto no será más que un baile de reuniones, discursos llenos de perífrasis, presencias, ausencias, comilonas, fotos de familia, y como tantas otras veces apenas cristalizará alguna medida que, en definitiva, no cumplirá lo exigido en el Acuerdo de París: conseguir que la temperatura no aumente más de 2 grados respecto a los niveles preindustriales antes de que acabe el siglo.
La ecología comienza en los bosques. A estas alturas ya nadie pone en duda su importancia como contenedores de residuos, como reguladores del clima, como sumideros naturales, nombre grotesco para la noble labor que realizan. Se habla de los bosques primitivos o primarios -aquellos que no han sido alterados por el hombre- como capaces de asumir, almacenar y depurar el doble de dióxido de carbono que los bosques no primarios. Son, junto a los océanos, los verdaderos sarcófagos de las emisiones del planeta. Estos bosques primarios no solo son importantes por el oxígeno que ofrecen y por su rica biodiversidad sino también y sobre todo por la gran capacidad de absorción de gases de efecto invernadero.
Quizás porque abrazo el ecologismo más conservacionista y primigenio, el de Jane Goodall, Wangari Maathai o Jacques Cousteau, aquel de cuidemos los ecosistemas, salvemos los bosques, conservemos los océanos; quizás porque los únicos insectos que me molestan son las cucarachas corriendo por la cocina o las moscas impidiéndome sestear al aire libre; quizás porque desde siempre profeso afición a la montaña o porque alguna vez voté a los Verdes, siento la llamada de los bosques como el maltratado Buck siente la llamada de lo salvaje en la dura novela de Jack London.
Peter Wohlleben es un alemán nacido en 1964 que tras graduarse en ingeniería forestal aceptó un trabajo como guardabosques. Deambulando horas infinitas entre hayas, robles y quejigos, contemplando sus procesos ordenados, abominó de las técnicas de desarrollo y aprovechamiento de esos bosques, de la intrusión de maquinaria pesada en ellos, del uso de insecticidas, y muy especialmente de la tala de árboles maduros. En su libro 'La vida secreta de los árboles' -publicado en castellano por Ediciones Obelisco- y en la película documental que surge a partir de ese texto elevado a la categoría de 'best seller', Wohlleben, apoyado en los últimos descubrimientos científicos sobre el tema y en su propia experiencia, afirma que los árboles se comunican entre sí, aman y protegen a su descendencia y ayudan a sus vecinos enfermos, heridos o simplemente débiles.
Dice la historia que la deforestación sistemática e incontrolada existe desde que el hombre pasa de ser nómada a sedentario. Ya en el Neolítico, quema los bosques para crear zonas cultivables, pastos para el ganado. Más adelante las ferrerías de la Edad de Hierro se alimentaron con madera, y de la madera se obtuvo todo el carbón vegetal utilizado hasta la llegada de la industria. Hablo concretamente de Europa. O de España. Más cerca aún: parece ser que en Euskal Herría nuestros antepasados abastecían de madera a la flota española, necesaria para defender el imperio de ultramar. Buques insignia, navíos de línea, bergantines de más de cien cañones por banda, galeones y fragatas estaban construidos en gran parte con madera vizcaína.
Pero los árboles no son máquinas para producir madera, nos dice Wohlleben, y sentencia: al cuidar la naturaleza no la protegemos a ella, sino a nosotros. Y es que en esta época trepidante donde todo discurre acelerado, cuando hasta envejecer se consigue en un abrir y cerrar de ojos, los bosques, sin prisa, sin pausa, se recuperan a un ritmo acompasado y lento.
Solo el empuje joven de una generación con vehemencia renovadora que ama y cuida el planeta heredado que aún no ha tenido tiempo de mancillar ofrece una pequeña luz en el oscuro panorama de la cumbre.
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