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Otra vez el escenario repetido, las declaraciones grandilocuentes y las reacciones airadas que, una vez más, quedarán en nada. Las últimas imágenes del drama de la inmigración en Melilla (imágenes de junio que han salido ahora) vuelven a remover conciencias y generar titulares que claman ... por soluciones, pero por desgracia todo apunta a que poco o nada van a cambiar las cosas. Y es que ni es la primera ni será, mucho me temo, la última vez que nos encontremos en esta tesitura.
El movimiento de personas es intrínseco a la Humanidad. Ya sea para conseguir comida o por la mera curiosidad de conocer otros lugares y otras formas de vivir, la crónica humana se ha definido y se define por personas que se mueven. Los primeros humanos salieron de África a pie y fundaron enclaves y civilizaciones, que a su vez fueron expandiéndose, que se alimentaron mutuamente de conocimiento, que rivalizaron de manera feroz y que, en definitiva, mostraron lo más sublime y lo más oscuro de la condición humana.
Igual que hoy día, que todavía tenemos frescas las experiencias de los grandes movimientos de población que jalonaron el siglo XX (ahí están, por ejemplo, las masivas emigraciones a América de las primeras décadas o los vastos movimientos de personas que pusieron el epílogo a la Segunda Guerra Mundial) y los horrores de los discursos del odio, el racismo o la xenofobia. Y es que si la migración no es un fenómeno nuevo, tampoco lo son las reacciones al mismo, pues a menudo se recibe a los inmigrantes con recelo, con prejuicios racistas, xenofobia y también con una actitud de aporofobia, y en torno a ellos se han articulado discursos de rechazo basados en el miedo y en el odio.
La filósofa Adela Cortina ha reflexionado sobre por qué nos da miedo la pobreza y ha desarrollado su famoso concepto de aporofobia, referido al rechazo al pobre a partir de la creencia de que los pobres pueden «complicar la vida a los que, mal que bien, nos vamos defendiendo, que no traigan al parecer recursos, sino problemas». Es decir, la pobreza inquieta porque potencialmente podría poner en peligro nuestro propio confort.
Esto llevaría además a un fuerte estigma sobre las personas pobres, pues tal y como afirma la también filósofa Martha Nussbaum, «una de las condiciones de vida más estigmatizadas en todas las sociedades es la pobreza». Al pobre, por tanto, se le estigmatiza, se le recubre de vergüenza, se otorga a su vida un escaso valor y sobre él o ella se vierten ansiedades colectivas que incluso los convierten en responsables de los problemas sociales que nada tienen que ver con ellos.
Y eso es precisamente lo que ocurre con la inmigración, pues no olvidemos que una buena parte de los inmigrantes son personas que escapan de la pobreza, de la falta de oportunidades, de la miseria e incluso del hambre. Los discursos xenófobos tienen aquí su raíz, y la Europa actual tiene en su haber un sinnúmero de representantes que hacen bandera de los mismos. Uno de los más famosos políticos ha sido el presidente húngaro Viktor Orban, quien ha definido la inmigración como «una amenaza para la civilización» o asevera que «tenemos derecho a conservar a Hungría como húngara», en una clara exposición discursiva de construcción identitaria nacional homogénea en la que otras formas de pertenecer a ese país no tendrían cabida.
Por su parte, y en una línea discursiva similar, en España el partido de ultraderecha Vox plaga sus discursos con afirmaciones como la necesidad de una «inmigración controlada» o la «expulsión de 'ilegales'», ligando siempre el fenómeno de la inmigración con la delincuencia o el crimen, lo cual crea una imagen del inmigrante como peligroso, irracional, temperamental, etcétera. El objetivo no es otro que justificar la aproximación a los desafíos que pueda conllevar la inmigración bajo parámetros de seguridad y no tanto a través de preceptos éticos o morales.
No hay duda de que la inmigración es un gran desafío social y político, máxime en un tiempo como el que vivimos, en que el cambio climático y la sobrepoblación están provocando movimientos masivos de personas como nunca antes se habían visto. Si algo nos puede enseñar la Historia es a intentar no cometer errores del pasado, a reflexionar sobre el mismo y a aprender de cómo se ha actuado antes y con qué consecuencias.
Desde luego, maltratar, excluir o asesinar a personas que vienen de otros lugares no es la mejor versión del ser humano, y dado que esa cara ya la conocemos, hemos de buscar otros modos de proceder. Los inmigrantes son personas, seres humanos con una vida, un pasado, unos sentimientos y unas aspiraciones, exactamente igual que cualquiera de nosotros. Y por ello, es obligación de una sociedad que se considera avanzada y civilizada darles un trato de igual a igual, de ser humano a ser humano.
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