El día 24 entró en vigor la ley de eutanasia o de muerte asistida. Ciertamente la muerte voluntaria no es una premeditación sino que la reflexion sobre la muerte y su deseo se inscribe en la condición humana. Un autor católico como Paul Landsberg refirió ... que la vida psíquica con un mínimo desarrollo encierra necesariamente la existencia de la tentación de desear la propia muerte: «No es verdad que el hombre ame la vida incondicionalmente y siempre».
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No hay nuevas teorías sobre el suicidio, no. Nos damos muerte por las mismas razones que hace miles de años. Los legisladores, a partir de un cierto momento y posiblemente por el laicismo imperante, se desentienden del suicida. Filósofos contemporáneos como John Rawls, frente al concepto de pendiente resbaladiza según el cual un derecho siempre se amplía, señalan: «Hay un principio constitucional y moral general que reconoce el derecho a cada persona -en plenas facultades mentales- a tomar decisiones que pueden invocar convicciones religiosas, filosóficas o morales sobre el valor de su propia vida».
Todo este pensamiento filosófico moderno se expresa invocando un derecho que puede reclamar alguien que desea quitarse la vida. Un derecho a que se le ayude si su nivel de invalidez y dependencia es tal que no puede hacerlo por sí mismo. Este mismo principio constitucional y de moral general reconoce a un Estado el poder constitucional de suprimir este derecho con el fin de proteger a los ciudadanos de actos de autodestrucción equivocados pero irrevocables y por tanto se salvaguarda de derivas o de pendientes resbaladizas. De hecho no ha habido pendientes resbaladizas en EE UU, que fue el lugar donde se temió lo peor hasta invocar un riesgo de eugenesia subyacente.
Sin embargo no podemos dejar de lado, por una parte, las experiencias holandesa -con el incomprensible caso de Noa Pothoven, la adolescente de 17 años víctima de violaciones y cuyo suicidio por inanición fue prácticamente retransmitido- y por otra parte la experiencia suiza con empresas como Exit o Dignitas, sobre las cuales se han levantado fundadas dudas sobre su utilización de la pérdida de calidad de vida o de la pérdida de ganas de vivir -sin invalidez que las acompañe- como criterios de aceptación para ayudar a abandonar este mundo. En España la Ley de Autonomía del paciente reconoce el derecho del mismo a renunciar a todo tratamiento. La única limitación para este derecho -en situaciones como la de Noa Pothoven- consiste en la modificación por vía judicial de la capacidad del paciente para decidir por sí mismo.
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¿Qué dice la psiquiatría sobre este asunto? Señala que hay motivaciones para el suicidio que comparten enfermos psiquiátricos y personas sin enfermedad alguna y que resumidamente se refieren a cuatro conceptos. En primer lugar, la desesperación según la cual hay en la vida algo por lo que luchar pero que no se puede alcanzar. En esta óptica la vida adquiere sentido en cuanto realización de valores y como tal no hay enfermedad alguna asociada. Al contrario de ésta y en segundo lugar se sitúan la desesperanza y la experiencia de que nada en la vida tiene valor, o que no vale la pena esperar, lo cual confiere morbilidad y un sentido del autodesprecio profundamente patógeno. En tercer lugar, la soledad del que tiene dificultad para crear vínculos y que es fuertemente creadora de vulnerabilidad. Y por último el cansancio de la vida inherente a ciertos planteamientos filosóficos y en los que la posición ética ante la vida obliga a buscar la muerte y los ejemplos a lo largo de la historia no los hacen detectores de enfermedad. En definitiva, es erróneo pretender que la base completa del suicidio es un problema patológico como sustentan los que hablan de suicidio como problema de salud pública por encima de cualquier otro elemento. Se trata de una condición, no de una patología.
Ya lo dijo Karl Jaspers, filósofo y psiquiatra en los años 50 del pasado siglo aludiendo a lo sencillo que era considerar loco a todo suicida: «(...) el problema del suicidio queda despachado poniéndolo fuera del mundo cuerdo. El suicidio no es consecuencia de la enfermedad mental, como la fiebre lo es de la infección».
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En definitiva, a la luz de la historia, de la historia del pensamiento, de la medicina de la mente, e inmersos como estamos en una sociedad donde prima la autonomía de los individuos, se constata el interés de estos por escoger una muerte que concuerde con su historia de vida, como señala Ibáñez Fanés en 'Morir o no morir, un dilema moderno'. Legislar contra el suicidio es absurdo, por lo menos desde una mentalidad moderna o desde el sistema de valores propios de una sociedad laica.
Y así estamos en un cierto consenso según el cual en el caso de personas en agonía, con máximo grado de dependencia, enganchadas a una máquina para vivir, hay un derecho que debe ser reconocido, garantizado y protegido. Podemos decir con Ibáñez Fanés que no hay un único modo de morir dignamente, pero sí una sola vida digna, que es la de los hombres y mujeres libres que pueden elegir cómo afrontar su propia muerte.
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