Los desafíos de la corona británica
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El foco ·
Tras la muerte de Isabel II, Carlos III deberá ser capaz de modernizar la monarquía convenciendo a los más jóvenes de que es una institución fundamental para Reino UnidoEl fallecimiento de la reina Isabel II era, en palabras de la ex primera ministra Theresa May, un acontecimiento que «todos sabíamos que llegaría, pero que todos deseábamos que nunca se produjese». Su muerte ha abocado al palacio de Buckingham a su primera sucesión en ... siete décadas, a una probable catarsis nacional y a la desaparición de la figura que, durante 70 años, había proporcionado una sensación de continuidad, estabilidad y seguridad a una sociedad cada vez más fracturada e insegura. Y, pese a que la Corona británica no corre peligro, el fin de la era isabelina plantea una serie de incógnitas sobre su futuro a medio plazo, tanto en el propio Reino Unido como en el resto de la Commonwealth.
El nuevo rey, Carlos III, afronta su reinado con una monarquía en horas bajas, en especial entre la población más joven. Un reciente estudio de YouGov, por ejemplo, refleja tres datos importantes. En primer lugar, que la institución ha perdido apoyo en los últimos años, desde el 75% que alcanzó en 2012 hasta el 62% de este 2022. En segundo lugar, que el apoyo a la monarquía es mucho mayor entre la población en su conjunto -el 62%, frente a un 22% que preferiría una república- y entre los mayores de 65 -el 77% frente a un 13%- que entre los menores de 24; en este colectivo, solamente uno de cada tres británicos se muestra partidario de la Corona. Por último, que la valoración de la reina -81%, según YouGov- siempre ha sido mayor que la de la propia institución; en otras palabras, que los británicos se sentían más cercanos a Isabel II que a la monarquía que encabezaba.
Este panorama no significa, ni mucho menos, que la muerte de Isabel II vaya a dar lugar a una crisis constitucional: la monarquía sigue gozando de un apoyo transversal, el mecanismo de sucesión asegura su continuidad y, en la peculiar cultura institucional de Westminster, ningún partido o movimiento político usará la muerte, imagen o legado de la reina con fines electoralistas. Sí deja en evidencia, sin embargo, tres de los retos que afrontará, en sus primeros meses de reinado, el recién proclamado Carlos III.
En primer lugar, deberá convencer a la población británica de que será capaz de llenar, al menos en parte, el vacío que deja su madre. Carlos III no es, ni mucho menos, un personaje impopular: el 57% de la población cree que desempeñará un «buen» o «muy buen» papel como jefe de Estado. Sí presenta, sin embargo, un pasado complejo, tanto por su tormentosa relación con la princesa Diana como por sus posicionamientos públicos en asuntos como la protección medioambiental o del Estado de bienestar. Estos posicionamientos le han situado, en muchas ocasiones, en la vanguardia de la opinión pública británica; como monarca, sin embargo, deberá observar la neutralidad política que tan cuidadosamente respetó su madre.
En segundo lugar, tendrá que saber acercar la Corona a sectores de la población que, tradicionalmente, se han mostrado distantes hacia ella. Es evidente, como reconoció el propio rey en su discurso del viernes, que hereda una sociedad más diversa y compleja que la que recibió su madre; también, que el apoyo a la Corona es menor entre la ciudadanía más joven, entre votantes de izquierdas o entre la población escocesa. Carlos III, una figura que siempre se ha erigido en firme defensor de la diversidad religiosa y en un posible modernizador de la institución monárquica, deberá proyectar una imagen de transparencia, de modernidad y de diversidad que le permita ensanchar el respaldo popular. Ese primer discurso, en el que declaró su «amor» hacia Harry y Meghan -dos figuras respaldadas por la población más joven, pero detestadas por los mayores de 65- se interpretó también como un primer gesto en la mencionada dirección.
Por último, el cambio de monarca, que también ejerce de jefe de la Commonwealth, podría tener consecuencias para una institución cuya legitimidad y relevancia están en entredicho desde hace años. Es indudable que el nuevo rey entiende las críticas a las que se enfrenta la organización: hace escasas semanas, en un discurso ante sus jefes de Estado, el entonces todavía príncipe de Gales pidió perdón por los vínculos históricos de su país con la esclavitud -una esclavitud que afectó, ante todo, a los integrantes de la propia Commonwealth-. La muerte de Isabel II, una figura respetada a lo largo y ancho de la organización, servirá para responder a una cuestión existencial: si la permanencia de países como Australia o Canadá se debía a su lealtad hacia la Commonwealth o si, por el contrario, era fruto de su respeto por la soberana fallecida.
En caso de que la figura cohesionadora fuera Isabel II, no sería descartable un efecto dominó que, en los próximos años, diera lugar a una sucesión de referendos secesionistas en las antiguas colonias británicas. El fin de la era isabelina podría, por ello, significar el fin del último legado del Imperio británico: su Mancomunidad de Naciones.
El desafío de Carlos III es, por lo tanto, triple. A corto plazo, deberá saber proyectar la estabilidad y continuidad que reclama un país que afronta un durísimo invierno y que ha vivido, en escasos días, un cambio de Gobierno y de jefatura del Estado. El nuevo monarca, que lleva años preparándose para su nuevo rol, habrá de mostrarse capaz de dejar de lado sus polémicas del pasado y de convertirse, como hizo su madre, en una figura irreprochable.
A medio plazo, tendrá que mostrarse capaz de convencer a escoceses, norirlandeses y ciudadanos de la Commonwealth de que la Corona británica es, también, la de sus respectivos países y naciones. Por último, deberá empeñarse en modernizar una monarquía cada vez más desgastada, acercándola a todos los sectores de su población y convenciendo a los británicos más jóvenes de que, pese a todo, la Corona encarna una institución fundamental para Gran Bretaña.
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