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Vivimos tiempos inquietantes para un mundo construido sobre ideas sólidas. Observamos con estupor cómo se licúa una realidad que, como la sangre de san Jenaro, ... cambia cada año de estado ante la mirada atónita de los feligreses en la catedral de Nápoles. Asistimos a tiempos turbadores pero apasionantes a la vez. Momentos que reclaman una mirada optimista, que no ingenua, para poder responder a la sacudida mental provocada por el hecho de que nos cambiaran las preguntas cuando apenas acabábamos de intuir las respuestas.
Nuestra Constitución emergió hace hoy 42 años como herramienta de solidaridad en un momento en el que la sociedad española salía de la ciénaga de la dictadura, tras una larga noche de cuarenta años. De aquel momento a éste de la tercera década del siglo XXI, gran parte de lo que era sólido entonces se ha volatilizado como por arte de magia.
La pandemia, quintaesencia de los problemas contemporáneos que se manifiestan a escala universal junto a otros fenómenos como la globalización comercial, las disrupciones tecnológicas, el cambio climático, el multiculturalismo o las grandes migraciones nos exigen adaptarnos y evolucionar para interpretar correctamente el tiempo al que asistimos, a riesgo de que el fenómeno nos acabe gobernando a nosotros. La pandemia nos ha enseñado, irónicamente, que las soberanías son hoy más líquidas que nunca antes en la historia; y que debates clásicos como el competencial maridan muy mal con la propia realidad en un momento en que la simple reapertura de los locales de hostelería en Miranda de Ebro, Logroño o Pamplona puede tener un efecto inmediato en la situación epidemiológica del País Vasco. La Covid-19 parece tener vida propia, ignorando ámbitos competenciales al igual que las borrascas del Atlántico barren sin remisión y con absoluta desvergüenza la costa cantábrica, obviando fronteras administrativas y entornos de decisión.
Resulta justo reconocer que, en un mundo en ebullición, aquella Constitución que nació sobre los rescoldos de la autocracia se muestra dúctil y llena de vitalidad; y se empeña en recordarnos que no nació para reposar en una hornacina, sino para ofrecer acomodo a los españoles en su seno en situaciones tan profundamente cambiantes y dinámicas como las actuales.
Curiosamente, la situación de pandemia que padecemos sorprende acercándonos a una lectura federalizante del texto constitucional, en la que el Estado adopta y asume una responsabilidad coordinadora, que suma diferentes realidades y visiones a su abrigo, marcando el rumbo colectivo a seguir. La realidad social de 1978 aparece muy alejada de los problemas que irrumpieron tras el cambio de siglo. Y, precisamente por ello, la nueva gobernanza nos llama a una relectura constitucional en clave federal.
Las respuestas que escuchamos, bien en clave reduccionista en nuestro país o en clave nacional en la Unión, muestran el empeño nostálgico por surfear un tsunami pertrechados de un flotador de unicornio. Y no son estos momentos para la endogamia política, pese a que haya quien acuda al atrincheramiento como respuesta -léase Hungría o Polonia-, ateridos ante una realidad que observan como una amenaza en vez de como una verdadera oportunidad.
Creo firmemente que los dos valores clave de la gobernanza que los nuevos tiempos reclaman son el diálogo y la lealtad. El 'modus operandi' arbitrado por el Sistema Nacional de Salud ante la pandemia, trabajando de la mano para atajar la enfermedad, ciertamente ha generado chirridos, pero de justicia es reconocer que ha superado con nota las distorsiones que algunos profetizaban. La lealtad federal es la clave de bóveda del perfeccionamiento del Estado de las Autonomías. La ductilidad constitucional nos muestra a las claras la herramienta tan colosal que fueron capaces de articular aquellas Cortes Generales de gentes tan diversas como la Pasionaria y Fraga, como Herrero de Miñón o Alfonso Guerra.
Nada más lejos de mi intención que glorificar con palabras huecas y grandilocuentes nuestro texto constitucional, por innecesario. Una mirada generosa con perspectiva histórica nos lleva a reconocer la inmensa labor de aquellos legisladores que pergeñaron una Constitución que hizo posible la transformación de un país en blanco y negro, bajo palio, en un país plural, pletórico de colores y matices, en el que poder reconocerse. En un proyecto común, abierto e integrador.
«La era está pariendo un corazón, no puede más, se muere de dolor y hay que acudir corriendo pues se cae el porvenir, en cualquier selva del mundo, en cualquier calle». Las palabras de Silvio Rodríguez se llenan de sentido en este momento en el que está en juego el alumbramiento de una nueva era. Estar a la altura constituye un reto descomunal para nuestras sociedades. Ser capaces de gobernar este nuevo tiempo constituye el desafío al que estamos todos llamados. A él quería invitarles hoy, en este cuadragésimo segundo aniversario de su aprobación.
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