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Somos ciudadanos que se despiertan cada día con una ducha de agua fría. Salta la radio que acompaña al despertador y un tropel de voces ... vienen sobre nosotros sumando positivos, confinados y hospitalizados. Y fallecidos. Y a continuación, el precio de la luz, el máximo en veinte años, y que acabará con todas las cuentas públicas y privadas hasta dejarnos estancados en productividad y abocados a un rescate sin remedio. Como la salud es más importante que cualquier otro bien, las voces se concentran poco a poco sobre su cuidado, y, como es lógico, en la ciencia y en la política que debería obedecerla. Si así fuese, dirán, las olas de la pandemia podrían preverse y los remedios más adecuados proponerse a tiempo con plenos resultados. Y supongo que es verdad, y si no lo sé, no voy a decir lo contrario porque lo diga el periódico, radio, informador, partido o sindicato que más me agrada. Esta es la primera nimiedad que quería comentar. Si algo no sé con suficiente fundamento, diré «creo, pienso, me parece, me dicen, pregunto…», pero no diré «es, sé, digo, afirmo». Pero tampoco hay que ir con un látigo contra los que saben todo y ya.
Seguimos. Lógico es que, en el caso que me ocupa, la opinión pública y publicada de Occidente en una pandemia se reclame de la ciencia, para hacerla valer, para contestarla, para reclamarla. En todos los supuestos, si algo no se postula científico no tiene valor en el pensamiento social de nuestra cultura. Es un logro inapelable que la caracteriza. La secularización del pensamiento, particularmente el científico, asumiendo su mayoría de edad sin tutelas heterónomas de naturaleza ajena.
Cuidado, que la ética, la ética civil como moral básica compartida por una sociedad decente o humana, siempre está ahí como compañera modesta que pregunta en todo el proceso científico y político: ¿Qué es del ser humano digno e igual en lo que decidís?,¿Qué es del más frágil y dependiente en las opciones científicas y políticas que tomáis? ¿Qué es de la gente de cualquier lugar o país? Pero no al final, como consecuencia del proceso científico, cuando nos preguntamos 'y ahora estas vacunas cómo se reparten', sino en todo el camino a recorrer: quién está ya investigando en ello, quién lo financia, qué empresa lo sostiene, qué otras líneas de investigación abandonará, quién pone el dinero, si es público con qué vigilancia, si es privado con qué control, si termina en una vacuna quién y cómo la controla, quién organiza sus distribución…
No soy un experto en ciencia, pero la ética personal y social no es eso que aparece al final de un proceso científico o político para valorar las consecuencias, sino ese saber modesto pero inapelable que acompaña a todos los sujetos y todos los pasos, medios y fines, para dar cuenta de que no hay ciencia digna, y mucho menos política, sin su presencia. Por tanto, entre las muchas cosas que podríamos decir de esta conversión a la ciencia que la pandemia nos ha traído, ¡gran servicio!, reclamo volver a las más elementales y grabarlas en la mente con letras de molde: seguir los criterios de la ciencia en una pandemia es imprescindible, pero esto no nos libra de una diversidad de propuestas y medidas para combatirla; seguir los criterios de la ciencia en una pandemia es imprescindible, pero esto no significa que vaya acertar siempre y completamente en sus vacunas, en sus diagnósticos y en sus terapias; luego los políticos no son la única razón de la diversidad y desorientación en todo lo anterior; es también la ciencia y sus límites y los nuestros en ella.
La cultura pública moderna tiene dificultades para reconocer esto; no lo hace; prefiere pensar que alguien muy malo, desde la política o los otros, los incívicos, enreda y malogra la verdad de la ciencia; amamos la ciencia como el logro más tangible de una cultura en busca de vida buena y buena vida, pero que sea el más tangible no significa que sea único, ni que satisfaga a todos, ni que no haya de equilibrarse con otros medios de vida buena y buena vida más espirituales o gratuitos.
Lo cual nos lleva a la conclusión: la política practicada en la inmensa y concreta diversidad que hoy nos representa, ¡nos representa!, tiene su cuota parte de culpa en los errores cometidos ante las sucesivas olas de la pandemia, pero la ciencia también necesita de la política, porque hay que elegir y decidir. Un médico o mil, en clave exclusivamente científica, no está en condiciones de decidir con equilibrio de equidad entre las urgencias, necesidades y posibilidades que conjuga el bien común de un país incluso en una pandemia. Es la ética del bien común, la de la máxima equidad posible entre sujetos sociales y fines diversos, ¡la máxima posible!, la que la sociedad y sus autoridades tienen que activar en cada situación de emergencia para salvar a los más amenazados sin ignorar, a la vez, a otros con menos voz, o más alejados, o peor futuro, o más olvidados. Esta es la cuestión ética que la ciencia sola no puede resolver y que nosotros debemos asumir.
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