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La casualidad es esa cosa que unos dicen que no existe, pero que está ahí y, a veces, es capaz de dar un giro a nuestras vidas e, incluso, al discurrir de la historia. La casualidad tiene aureola de magia, ingredientes de mala o buena ... fortuna, de destino. A todos nos ha ocurrido alguna vez, se suele producir después de tomar pequeñas decisiones que parecen tontas. «Hoy voy a ir andando al trabajo», y por el camino ese día conoces a un gran amor o te ocurre algo que da un vuelco inesperado a tu ordenada existencia.
La casualidad siempre deja ese saborcillo a misterio que asusta un poco. Es lógico, navegamos en la nave Tierra, pero no tenemos ni puñetera idea de qué hacemos aquí; ya lo dijo Rubén Darío: «y no saber a dónde vamos, ni de dónde venimos».
El psicoanalista Carl Gustav Jung y el Premio Nobel de Física Wolfgang Pauli no hablaban de la «casualidad», sino de la «sincronicidad» o «coincidencia significativa», que puede ser posible, según ellos, porque tanto el observador como el fenómeno conectado provienen de la misma fuente, el «unus mundus», un solo mundo en el que materia y psique son dos caras de una única realidad.
Todo esto he pensado a raíz de la primera imagen del agujero negro Sagitario A*, que pudimos ver el 12 de mayo pasado. Pero, como eso de los voraces agujeros negros, las galaxias, los extraterrestres, la inmensidad me da siempre vértigo, he decidido bajar a tierra y buscar simplemente casos en que la «casualidad» o la «sincronicidad» hayan cambiado el curso de nuestra historia. Y, ya que desgraciadamente andamos metidos en noticias militares por culpa de Putin y la guerra, me voy a centrar aquí en la batalla de Waterloo, que ocurrió muy cerca de Waterloo el 18 de junio de 1815, hace 207 años, y que supuso el fin del liderazgo francés, aupó el poder británico, volvió al Antiguo Régimen y machacó las ideas liberales nacidas de la Revolución Francesa, bien es verdad que implantadas a bayonetazos por Napoleón.
Y es que en el resultado final de la batalla tuvieron mucho que ver la «casualidad» o la «sincronicidad» disfrazadas de lluvia, hemorroides y malentendidos. Ya decía el propio Bonaparte que nunca hay que minusvalorar los pequeños detalles porque a veces influyen demasiado en los acontecimientos.
Napoleón, ya en Bélgica, pensó atacar a Wellington y sus amigos el 17 de junio, pero, casualidad, ese día amaneció lloviendo, así que retrasó la ofensiva al día siguiente, el domingo 18. Más, la idea era haber iniciado el ataque a las 3.45 de la madrugada, pero Bonaparte esperó hasta las 11 de la mañana para dar tiempo a que la tierra estuviera seca y, de esa manera, resultara más fácil fijar los cañones y fuera mejor el alcance de rebote de las balas de la artillería.
Otra casualidad, la verdad es que el emperador no se encontraba en su mejor momento aquel domingo, el 17 por la noche había tenido un ataque de hemorroides, las había padecido toda su vida, y eso, si no lo solucionaba, le iba a impedir cabalgar junto a sus soldados como tenía por costumbre. No se preocupó demasiado, utilizaba un remedio, que para mi sorpresa hoy se sigue empleando, y que consiste en aplicar sanguijuelas en el ano. Algunas sanguijuelas disfrutan de tres mandíbulas en forma de Y con cien dientes cada una, les encanta la sangre, así que se suelen zampar alegremente las hemorroides sin causar dolor, su saliva tiene poder analgésico.
Sin embargo, aquella vez las sanguijuelas andaban perezosas y Napoleón no pudo montar a caballo para animar a la tropa. A las ocho de la tarde retumbó, «Sauve qui peut!», por el campo de batalla y los franceses huyeron en desbandada, no había nada que hacer: lluvia, hemorroides y malentendidos habían tejido silenciosamente la derrota.
Pues eso, no sé si existe o no existe la «casualidad» o la «sincronicidad», pero lo cierto es que a veces pasan cosas raras, así que igual es verdad que solo hay un «unus mundus», y psique y razón son dos caras de una única realidad que debemos saber conjugar sin olvidarnos de ninguna de las dos.
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