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La I República, desde una interpretación nacional de España, concebía su unidad como el resultado de la suma de territorios diferenciados. Sin embargo, los intereses territoriales condujeron a que el marco legal que se quiso establecer fuera totalmente desbordado por la vía de los hechos. ... Quienes no aceptaban el proceso ordenado con el que el Gobierno pretendía organizar España exhortaron a la formación de cantones territoriales como medida revolucionaria para organizar la nueva república.
El llamamiento tuvo un éxito importante y se produjeron levantamientos de ámbito comarcal y municipal en distintos territorios y poblaciones. Alcoy, tras matar al alcalde, se declaró independiente, el Ayuntamiento de Sevilla acordó transformarse en República Social, la localidad manchega de Camuñas también se proclamó cantón y tuvo tiempo de fundir moldes para acuñar moneda propia. La revuelta más exitosa de esta revolución cantonal fue la del cantón de Cartagena, que llegó a durar seis meses. El levantamiento cartagenero, que implicó a la Armada que estaba atracada en su puerto, se hizo célebre porque para comunicar la toma de las defensas de la ciudad se había acordado izar una bandera roja, pero a falta de una enseña de esas características se izó lo más parecido que encontraron, que fue una bandera roja con una estrella y una media luna doradas; esto causó enorme confusión al ser comunicado por telegrama a la capital que el castillo de Cartagena había enarbolado bandera turca.
La España concebida en la I República se vino abajo por la ausencia de un proyecto global que asumiera los pros y los contras de una organización concebida desde la idea del interés general. Los intereses particulares de las partes, que siempre existen, hicieron imposible la idea constitucional del todo. Cayó en 1874, sin haber llegado a cumplir dos años.
Hoy, España se encuentra en una situación de nuevo cantonalismo. Como hemos podido ver en las recientes votaciones en el Congreso, y también en las que no se han llegado a producir porque no hay acuerdos ni para esbozarlas, los intereses de las partes son más importantes que el interés general. Los partidos que nombraron al Gobierno no quieren comprometerse con decisiones incómodas, a pesar de que a todos los une, según dice la ministra portavoz, «el amor a España».
Gobernar exige renuncias y tomar decisiones antipáticas. Sólo un sólido respaldo parlamentario permitió al Gobierno de Rajoy aprobar leyes tan necesarias como lo fue la de Estabilidad Económica y Presupuestaria, de la que una modificación parcial -el decreto-ley sobre remanentes municipales- ha sido ahora imposible de ratificar para el Ejecutivo de Sánchez.
La conformación del Congreso y, muy particularmente, de los apoyos urdidos por Sánchez para su investidura hacen imposible que sus socios eventuales suscriban decisiones de mala acogida popular. Ya lo vimos en la aprobación de las prórrogas al estado de alarma, en las que el Gobierno encontró más apoyo en el PP -que las respaldó tres veces con su voto a favor y otra más con su abstención- que en sus socios de investidura, que cuando lo hicieron fue por la celebración de la mesa para Cataluña, transferencias económicas, la derogación de la reforma laboral y más cosas ajenas a la crisis sanitaria.
Ahora toca negociar los Presupuestos Generales del Estado y las dificultades van a ser semejantes. Más aún, cuando se reducen los ingresos tributarios y hay un aumento muy significativo de capítulos como el del desempleo y los ocasionados por la crisis sanitaria, que no permitirán alegrías inversoras.
Esta legislatura fundada sobre los partidos periféricos se ha configurado como la del cantonalismo parlamentario, en la que cada representación mira por su parte y no hay vocación de sumar esfuerzos en favor del interés general. El Gobierno parece haberlo aceptado y se aviene a toda clase de negociaciones particulares, incluida la política penitenciaria de los terroristas presos. Más aún, Sánchez parece alentar esa fragmentación de los intereses comunes al rehusar un diálogo comprometido con la oposición constitucionalista que, por otra parte, no se siente presionada dado el desdén con el que el Gobierno la trata tanto en público como en privado.
En estas condiciones, el resultado no puede ser bueno, sin duda, para el éxito del Gobierno, pero tampoco para la estabilidad de las propias Cortes, que, si no son mínimamente eficaces en esta situación de carestía económica y sanitaria, se conducirán a un completo fracaso legislativo o a un ocaso temprano. La Ley de Presupuestos va a señalar la viabilidad legislativa. Por lo pronto, aún no está aprobado el techo de gasto, requisito previo, y las Cuentas debieran de estar presentadas para el 1 de octubre si se quiere evitar una nueva prórroga de las de Montoro de 2018, las últimas que ha logrado consensuar un Gobierno en España.
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