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Una vez superada la desolación, Joe Biden se mostró satisfecho. Juzgó inevitable el fin de la intervención militar norteamericana y un acierto la salida de Kabul. En buen aislacionista, declaró que América ha de actuar ajustándose a los intereses nacionales, sin pretender la exportación de ... la democracia ni arriesgar vidas de soldados americanos por los derechos de las mujeres afganas.
Una vez que los talibanes no entregaron a Bin Laden -«EE UU no mostró pruebas de que era autor del 11-S»-, la guerra era inevitable y resultaba preciso instalar un Gobierno. Era asimismo imprescindible formar un Ejército preparado para sustituir a las fuerzas occidentales. La corrupción masiva se llevó por delante ambos objetivos y devolvió a los talibanes la iniciativa en el mundo afgano rural sin que Estados Unidos tomara medidas para evitar ese pudridero. Las enormes inversiones se convirtieron en dilapidación. Era un castillo de naipes que se desplomó al faltar el soporte americano. Aunque no todo fue negativo: bajo la ocupación surgió una naciente sociedad civil, con importante presencia femenina, sumida ahora en la angustia. A Biden esto no le preocupa.
El aislacionismo americano convivió en el siglo XX con una vocación imperialista. Un aislacionismo egoísta dominó la política americana en las dos guerras mundiales. Sin los ataques de los submarinos alemanes en 1917 y sin Pearl Harbour, tal vez ni Wilson ni Roosevelt hubieran intervenido en ambas contiendas. Ahora, tras el desastre de Afganistán, pensando en Taiwán y sobre todo en Ucrania, son de temer los costes futuros del actual repliegue de Biden.
De 1945 a la crisis de 2008, y esgrimiendo el anticomunismo, Estados Unidos pudo desarrollar una conciencia de defensor del «mundo libre» acorde con sus intereses imperialistas, sosteniendo una cohorte de tiranos a su servicio (el sha, Somoza, Trujillo, Franco, Park Chung-hee...). Ganancias a corto plazo y desprestigio ulterior, con efectos tales como la gestación de la dictadura de los ayatolás en Irán.
Y como la guerra de Vietnam se olvidó pronto, la confianza en el imperio americano subsistió incluso cuando a principios del presente siglo fue planeada la invasión de Irak en réplica fraudulenta al 11-S. Apoyándose en el diagnóstico de la inevitable hegemonía mundial americana formulado por Fukuyama en 'El fin de la historia', los 'think tanks' conservadores, caso del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, desarrollaron la teoría del «liderazgo global» de Wolfowitz. Bastaba con «business and weapons fifty fifty». Lo ignoraban todo de la experiencia positiva de conquista antinazi de Europa en 1943-1945, basada en la ayuda económica, y lo que suponía adentrarse en un avispero islamista. Ahí comenzó la cuesta abajo, con una derrota militar vista como triunfo de Alá. El desplome del Estado y del Ejército afganos, y el caos del abandono de Kabul explican el coro de celebraciones islamistas por lo sucedido. El gran «kafir» (no creyente) puede y debe ser derrotado.
Hoy el yihadismo islámico no está solo contra Estados Unidos. Putin y Xi Jinping plantean sendos jaques al rey. En el caso chino, en un marco de violaciones de los derechos humanos, en Hong Kong y contra los uigures, tiene lugar la construcción de un Estado orwelliano de vigilancia universal. Es más, la estrategia de hegemonía mundial de Xi Jinping se dirige hacia el doble objetivo de Taiwán y el Pacífico. Con el ritmo de crecimiento actual, la economía china superará en pocos años a la americana. Xi no piensa quedarse ahí como Deng Xiaoping. Asistimos al nuevo imperialismo, surgido de un capitalismo de Estado de impronta maoísta. Biden se ha visto obligado a reaccionar, con la triple alianza EE UU-Reino Unido-Australia, y China como enemigo principal, esperando que el frente islámico se aquiete tras la derrota.
¿Qué papel queda entonces para Europa? El secretario general de la OTAN eligió el silencio ante el gravísimo hecho de que sus países participaron en gastos, y también en muertes, mientras Trump y Biden negociaban bilateralmente con los talibanes. Idéntica marginación del Gobierno de Kabul, excluido de Doha. El método adoptado por Biden aceleró así el desplome. La consecuencia es clara: no tiene sentido que los europeos sean solo fuerzas auxiliares de un centro de dirección detentado ineficazmente por Washington.
Al formar la troika anglosajona frente a China, sin importarle para nada los costes y riesgos europeos, Biden adopta la añeja fórmula del patriotismo de Stephen Decatur: solo cuenta mi país, tenga o no razón. No es posible que la UE deje de reaccionar ante este abandono por su propia supervivencia. Vuelve la vieja pregunta: si Estados Unidos sigue confundiendo liderazgo con instrumentalización, esta OTAN ¿para qué?
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