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Un grito desgarrador recorre el mundo, un grito que quizás resuene en muchas conciencias, pero que seguramente apenas tenga consecuencias. Me refiero al de las miles y miles de mujeres afganas que han visto cómo, en cuestión de semanas, iba cayendo todo Afganistán en manos ... de los talibanes, y que ellas iban quedando a merced de una realidad que las relega prácticamente a la nada.
Resultan impactantes los testimonios que se están leyendo en la prensa de todo el mundo y que relatan cómo los talibanes, allá donde entran, esclavizan, violan, vejan, deshumanizan y objetizan a las mujeres, sobre todo a aquellas que han tenido una vida propia antes de su llegada, que se dedican a alguna profesión, que han desarrollado algún tipo de activismo o han tenido algún tipo de inquietud -política, intelectual, deportiva...- de la cual se tenga noticia.
Tal es el miedo y la desesperación ante la llegada de este radicalismo, que hay testimonios de madres que afirman que prefieren que sus hijas mueran antes de caer en manos de los talibanes. Otras se esconden como pueden en las montañas y tratan de sobrevivir, aunque no saben por cuánto tiempo. La incertidumbre, el miedo, la desolación y sobre todo la sensación de desamparo, de saber que nadie va a brindarles ayuda, aparecen una y otra vez en estos relatos.
Desde la caída de Kabul el día 16, todo un hito, pues solo unos días antes se afirmaba que la capital resistiría un tiempo, hemos visto imágenes de gente agolpada en el aeropuerto internacional intentando coger un avión para huir. También se han intensificado los mensajes de periodistas o activistas afganas que, escondidas, relatan cómo está siendo la entrada del integrismo, cómo ellas han tenido que dejar las vestimentas que más les gustaban y ponerse un burka para salir a la calle, cómo a muchas las han echado de su trabajo o simplemente lo han tenido que dejar por entrañar un grave riesgo para su integridad.
Y la pregunta es: ¿de qué van a vivir? En algunos de los relatos, se señala que la anterior llegada de los talibanes al poder, en los 90, significó que a las mujeres les prohibieron trabajar, y muchas que tenían en el frente o asesinados a los varones de la familia que podían proveer de sustento, no tuvieron más remedio que prostituirse para poder conseguir algo de comida. Claro que a la que descubrían la lapidaban, con lo que no había forma de salir del bucle de horror en el que se encontraban.
Y qué decir de las niñas. Personalidades que se están configurando y que necesitan referentes, y que solo van a aprender a ser sumisas, a no tener formación, a estar calladas y no quejarse nunca, a que los hombres son superiores a ellas y que por eso son los que mandan, a tapar su cuerpo y su rostro porque si no provoca a los hombres y pueden violarlas -por supuesto, con la idea de que la culpa es de ellas, por lo que se callarán y llevarán con vergüenza tal acto- y, en definitiva, a ser seres inferior en la sociedad.
Hay una película de 2007, 'Buda explotó por vergüenza', que narra precisamente esta anterior etapa de gobierno talibán, donde la violencia hacia las mujeres y el discurso que afirmaba su inferioridad operaba entre los niños de una aldea-donde se encontraban las milenarias estatuas de los budas que acabaron siendo destruidos por los talibanes- y se resumía en la violencia que ejercían sobre una niña que lo único que quería era aprender el alfabeto igual que sus vecinos varones. Creo que Buda va a volver a explotar no una sino mil veces de vergüenza en los años venideros viendo lo que se hace con las niñas afganas.
Por supuesto, y por desgracia, esta realidad, que ahora está siendo retransmitida en todos los medios de comunicación del mundo, no es única en la historia ni se está dando en exclusiva en Afganistán. Hace bien poco aparecía un informe sobre las violaciones de mujeres como arma de guerra en la zona de Tigray, en Etiopia, y se extractaban testimonios tan ilustrativos de la deshumanización a la que están sometidas como «ni siquiera sé si sabían que estaban violando a un ser humano».
Y es que en los conflictos bélicos y en regímenes dictatoriales y radicales, normalmente las mujeres se llevan la peor parte, ven cómo se legisla sobre sus cuerpos y sobre sus mentes sin siquiera consultarles, se les arrebata su individualidad y se les niega un proyecto propio. Afganistán es solo un caso más, que estamos conociendo, pero sigue la estela del bucle del horror en que se ven inmersas la mayoría de las mujeres cuando el dogmatismo y la radicalidad se adueña de las sociedades en las que viven.
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