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No ha podido causar gran sorpresa la incautación de la Universidad Centroamericana de Managua, fundada por la orden de los jesuitas, por parte del Gobierno sandinista. Es un episodio más de la indisimulada estrategia diseñada por el antiguo revolucionario Daniel Ortega para acallar cualquier espacio ... de oposición y crítica contra su régimen corrupto.
Esta decisión puede interpretarse, al mismo tiempo, como el primer paso para la expulsión definitiva de la Compañía de Jesús de este país de volcanes y lagos, siguiendo así la misma suerte que otros institutos religiosos han corrido durante los últimos meses; por ejemplo, la congregación de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta. La persecución religiosa, periodística y política está al orden del día en Nicaragua, promovida por un régimen sin credibilidad internacional y cada vez más asemejado a una dictadura que quiere imponer a toda costa un Estado totalitario.
Nadie en su sano juicio puede creer algo tan ridículo como que la universidad de los jesuitas de Nicaragua, según acusación vertida por el Gobierno, funcione como «centro de terrorismo, organizando grupos delincuenciales». Es verdad que esta universidad ha sido uno de los principales focos de oposición al Gobierno de Ortega en la medida en que ha denunciado sus desvaríos y dado voz a movimientos sociales y grupos políticos que no podían disponer de ella debido a la paulatina restricción de libertades de todo tipo, tal y como también cabe esperar que actúe cualquier universidad católica o, sin más, socialmente responsable.
La Universidad Centroamericana de Managua, desde su creación en 1960 por los jesuitas -muchos de ellos, vascos-, ha estado siempre inserta y comprometida, con mayor o menor acierto, en la realidad histórica y política de Nicaragua. Su inauguración fue impulsada por la burguesía del país, interesada en contar con un centro de estudios superiores que hiciera de contrapeso a la presencia, cada vez más incontrolable, del marxismo en la universidad pública.
Sin embargo, pocos años más tarde esta universidad cambió radicalmente de orientación, en línea con la nueva apuesta de los jesuitas por el trabajo a favor de la justicia social e interpelada, en aquellos años, por la pujante teología de la liberación. Así pues, muchos jesuitas saludaron con entusiasmo la revolución sandinista de 1979, si bien el superior general de la orden, el bilbaíno Pedro Arrupe, habló más bien de brindar un «apoyo crítico» a las nuevas autoridades políticas.
En el contexto de la Guerra Fría, y después de salir de una larga y cruel dictadura, la revolución sandinista fue contemplada por la mayor parte de los jesuitas que trabajaban en Nicaragua, a pesar de desestimar las libertades formales y otros riesgos que también implicaba, como una oportunidad que no se podía desaprovechar para luchar contra la pobreza y construir una sociedad más igualitaria. Lo cierto es que, como años después confesó quien fuera rector de la universidad, el también de origen vasco Xabier Gorostiaga, «hubo más apoyo que crítica hacia la revolución». Fue la época en la que se coreaba en las calles de Nicaragua que «entre cristianismo y revolución no hay contradicción». Mientras tanto, cuatro sacerdotes católicos, entre ellos el jesuita Fernando Cardenal, formaron parte de los primeros gobiernos sandinistas a pesar de la firme oposición de Juan Pablo II.
La revolución sandinista concluyó en 1990 con la victoria de Violeta Chamorro, que aglutinó un frente opositor. Desde entonces, la universidad de los jesuitas ha preservado en su opción preferencial por los pobres, manteniendo una actitud crítica hacia los diferentes gobiernos que se han sucedido, sandinistas o no, cuando sus políticas económicas no han ido orientadas en beneficio de las mayorías pobres.
La dilatada trayectoria de los jesuitas ha venido determinada por un rosario de expulsiones y exilios, lo cual también ha ayudado a fortalecer su identidad primigenia, consolidándose como una «caballería ligera» capaz de trabajar hoy en un país y mañana en otro, según fue el propósito de Ignacio de Loyola. La última expulsión de los jesuitas de Nicaragua tuvo lugar en 1881 y todavía en la década de los 80 del pasado siglo se especuló sobre la disolución de la Compañía de Jesús en la vecina Guatemala, acusada -en esa ocasión, por la dictadura derechista de turno- de instigar a los grupos guerrilleros.
Ningún desmán perpetrado por el sandinismo en los últimos tiempos ha conseguido tanto eco internacional como la confiscación de la universidad de la Compañía de Jesús. Puede ser que también expulsen a los jesuitas, pero seguro que regresarán, como en anteriores ocasiones. Menos claro queda que el presidente Ortega conserve el poder mucho más tiempo y que el sandinismo le sobreviva.
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