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Es opinión común concluir que el cristianismo ha sido la civilización o el fenómeno sociocultural más influyente de la historia de la Humanidad. Sin embargo, sin Pablo de Tarso, san Pablo, los seguidores de Jesús es muy posible que no habrían sido más que otro ... pequeño grupo judío que en dos generaciones se habría diluido hasta desaparecer. Las cartas, que Pablo comenzó a escribir veinte años después de la muerte de Jesús, fijaron un profundo cuerpo doctrinal que, unos años más tarde, detonó la elaboración de los cuatro relatos evangélicos que recuperaron para siempre la vida humana de Jesús, además de avanzar en su mensaje teológico.
Las interpretaciones del mensaje y de la persona de Jesús fueron muy plurales sobre todo en los primeros 150 años de la Era Cristiana. A menudo, las relaciones entre unos y otros grupos de seguidores de Jesús fueron tensas y las discusiones no rara vez se tornaron en violentas. El mismo Pablo, por ejemplo, llegó a acusar nada menos que a san Pedro de «hipócrita».
No obstante, el éxito del pensamiento paulino fue total. Puede decirse que, a grandes rasgos, todas las confesiones cristianas de hoy son herederas de la teología de Pablo. Fue debido a su temprano, inteligente y bien elaborado discurso, junto a su habilidad para asimilar y aprovechar las categorías culturales grecorromanas que facilitaran la introducción de la fe en Jesús entre la diversidad de pueblos paganos del mar Mediterráneo. Y, por encima de todo, Pablo fue un hombre plenamente entregado a la causa que predicaba. Su ímpetu misionero y su dedicación a las incipientes comunidades solo son comparables a su liderazgo intelectual. Pablo no fue un charlatán.
De ser más o menos perseguidor de los primeros seguidores de Jesús pasó, una vez entablado contacto estrecho con la comunidad judeocristiana de Damasco, a experimentar un proceso de conversión rápido y radical y solo comprensible desde la fe. Abandonó su nombre original de Saulo y tomó prestado, para siempre, el de Pablo.
Muy probablemente Pablo, al igual que Pedro, murió en Roma durante la persecución que el demente emperador Nerón desató contra los seguidores de Jesús. Puede que sus restos sean los descubiertos hace pocos años bajo la imponente Basílica de San Pablo Extramuros. El silencio que el Nuevo Testamento guarda en torno a su muerte ha hecho sospechar a algunos que, en el marco de las divisiones entre los seguidores de Pablo y los de Pedro y como reacción al terror causado por la persecución del emperador, pudiera ocurrir que unos delatasen a otros ante la autoridad romana.
Hoy tiende a ser aceptado entre los historiadores que ni Pablo de Tarso ni el propio Jesús quisieron nunca abandonar o romper con el judaísmo. Al contrario, su única pretensión consistió en ser fieles a la tradición judía. Y, por lo tanto, nunca pudo pasar por la mente de ninguno de los dos crear una nueva religión o fundar una gran Iglesia; teniendo en cuenta, además, que ambos estaban convencidos de que el fin del mundo y el Juicio Final estaban a punto de irrumpir.
La consolidación de este movimiento religioso y el surgimiento de una Iglesia institucionalizada, con jerarquía, dogmas y sacramentos, vinieron tiempo después. Y esto último hay que valorarlo como positivo, ya que gracias a ello pudo preservarse la esencia del mensaje de Jesús hasta nuestros días, a pesar de todas las tempestades de la historia.
Fueron de Pablo, cuya fiesta se celebra hoy, los conceptos esenciales del paradigma cristiano: la muerte redentora de Jesús, su Resurrección o la no obligatoriedad de observar la ley judía. Pablo murió, el fin del mundo no llegó, el judaísmo fue estrepitosamente derrotado en su guerra contra el Imperio, y el templo de Jerusalén, destruido en el año 70. La rama más judía del nuevo movimiento quedó debilitada y se fue perfilando una nueva religión con identidad propia y diferenciada que, de manera sustantiva, conservó el legado de Pablo: el cristianismo.
Los más críticos con Pablo reiteran que, conforme a sus propios códigos y elucubraciones teológicas, y considerando que además no lo conoció en persona, mitificó -o incluso manipuló- la figura histórica y real de Jesús, que, aunque ser humano extraordinario, solo fue un profeta y un pretendiente mesiánico más inserto en el judaísmo plural y convulsionado del siglo I. El filósofo Friedrich Nietzsche, ya al final del siglo XIX, fue uno de los primeros en lanzar acusaciones demoledoras contra Pablo en esta dirección. Pablo, sin embargo, se convenció a sí mismo y fue capaz de transmitir que un hombre crucificado semidesnudo era modelo de hombre perfecto y que guardaba una relación única e irrepetible con la trascendencia. Dos mil años después muchos lo siguen creyendo.
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