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Siendo la política cada vez más el arte de lo efímero y cuando ya ha pasado medio año desde las últimas elecciones autonómicas adelantadas de Madrid, el hecho de que todo el mundo se siga acordando de la forma en que Isabel Díaz Ayuso arrasó ... entonces, arrinconando a Vox, jubilando a Ángel Gabilondo y echando literalmente de la política a Pablo Iglesias da toda la legitimidad a la interesada para, cuando menos, ser presidenta del PP de Madrid. Y, por simple lógica política, Pablo Casado, al oponerse a esa pretensión, queda en una situación de extrema debilidad política y con una pelota como un mundo de grande colocada sobre su propio tejado.
Y es que Ayuso cumplió en Madrid el sueño dorado del PP nacional para toda España rescatando casi todos los votos perdidos hacia Vox y extendiendo a la vez su influencia hacia el centro. Pero eso solo se consigue reideologizando al partido. Mientras que Casado, en cambio, piensa que los efectos de la gestión de la pandemia por el Gobierno de Sánchez le llevarán a La Moncloa como a Rajoy en 2011 le llevó la debacle económica del último Gobierno de Zapatero; o sea, sin mover un dedo.
Así que la cuestión que se dirime aquí está poniendo patas arriba al principal partido de la derecha en España; y el PSOE, por supuesto, frotándose las manos ante un PP que, contra lo que venían pronosticando las encuestas desde la salida de la pandemia, verá resentirse sus expectativas a la vista del choque inevitable entre su líder actual y el mayor activo político con el que ahora cuenta.
Siempre hemos criticado en estas páginas la tendencia irrefrenable del PP a controlar hasta el tuétano a su sucursal vasca, poniendo y quitando presidentes, imponiendo su coalición con Ciudadanos y demostrando lo poco que significa para Génova lo que piense o quiera el propio PP vasco. Pero es que esa es la tendencia natural del PP, antes con Rajoy y ahora con Casado. Lo que pasa es que, en comunidades con fuerte implantación del partido como Galicia o Andalucía, donde de hecho gobierna, no tienen más remedio que disimularlo por más que les pese.
Pero con Madrid esa estrategia está vetada desde el principio porque esa comunidad es de una trascendencia sin duda superior, por sus efectos políticos sobre todo el Estado, derivados no solo de su condición de capital, sino de su propia dinámica política y social interna. De hecho, a diferencia de Galicia o Andalucía, y no digamos Castilla y León u otras grandes comunidades autónomas con marcada personalidad política y social, Madrid no es que sueñe con equipararse a Cataluña o País Vasco, como hacen la mayoría -a Feijóo le encanta convocar sus elecciones autonómicas a la vez que Urkullu, por ejemplo-, sino que es la única que sabe competir de tú a tú con ellas. Lo hemos visto con la atracción que ejerce Madrid sobre las empresas catalanas, a partir del 'procés'. Y lo acabamos de ver una vez más con la protesta del lehendakari Urkullu al calificar las medidas de Ayuso sobre el IRPF como «dumping fiscal» porque ve que por ahí se le pueden ir a Madrid muchos cotizantes vascos sin poder impedirlo. Y es que, como sabemos, la singularidad vasca solo se sostiene gracias a un fuerte nivel de gasto, tanto en lo social como en todo el entramado clientelar, de carácter estructural, tejido por el nacionalismo gobernante. Para lo cual una vía impositiva indesmayable resulta vital.
Madrid, sin embargo, ha descubierto con Ayuso una clave que está empezando a cambiar la política en España, consistente en que se puede competir con las comunidades históricas de Cataluña y País Vasco a nivel autonómico de igual a igual y con resultados tangibles, en lugar de cuestionarlas -sin ningún resultado-, a nivel nacional, por la forma que han tenido hasta ahora de obtener beneficios a costa de las demás, gracias a que sus partidos nacionalistas deciden gobiernos.
La lucha política entre Ayuso y Casado por el PP madrileño está dinamitando al PP nacional sin remedio porque representan dos visiones opuestas de la política, que afectan tanto a la gestión del Estado de las autonomías como al diseño del propio partido. Y resolver este dilema va a conllevar, por fuerza, que uno de los dos se tenga que echar a un lado. Si queda Ayuso, podrá reconstruir la derecha en España y ajustarla mejor a la dinámica política actual. Y si es Casado y pretende mantener un PP desideologizado como el de Rajoy, fracasará porque quedará, más que nunca, a merced de Vox. Lo paradójico va a ser que el incontestable auge del PP en Madrid, que apuntaba a la reconquista del poder nacional perdido, va a acabar convirtiéndose en el factor que haga estallar al PP nacional por dentro al no saber distinguir ni conjugar el juego territorial autonómico con el nacional de todo el Estado.
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