Llevo más de un año en estado de asombro», le dije al librero Xavi Vidal (Librería Nollegiu, Barcelona) intentado explicar el proceso de escritura de mi última novela. El asombro comenzó en noviembre de 2019, con mi mudanza paulatina a un pequeño pueblo de montaña ... en la Sierra de Gredos. Sentí y sigo sintiendo asombro, cada día, ante el espectáculo de la naturaleza que me rodea: la fuerza helada del viento de la sierra, la densidad de la niebla que absorbe los contornos del paisaje en kilómetros a la redonda, la lluvia que se convierte en torbellino, la intensidad del sol que no se corresponde con la temperatura de los termómetros, la cabra ibérica que mira desde una peña al teleobjetivo de mi cámara con su ojo rasgado, la zorra con su cría que nos visita y retoza juguetona a medio metro de la puerta de casa, el cuco que me despierta insistente cada mañana de primavera. Es el asombro constante ante la belleza y la magnitud de la naturaleza, un estado en el que los sentidos adquieren más centralidad, se agudiza el oído en la profundidad del silencio, el olfato en los paseos (huele a tomillo, a animal salvaje, a hierbabuena, a cantueso), la vista al intentar abarcar las montañas que me rodean. La imaginación, le contaba a mi querido librero, se dispara nutrida por las nuevas sensaciones, se expande y busca un nuevo lenguaje con el que narrar y dar sentido a la experiencia. El asombro ante lo bello desconocido hace sentir, pensar, imaginar de otra manera.

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La palabra «asombro» tiene, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, dos significados que a primera vista pueden parecer contrarios pero que son la cara y la cruz de este estado suspendido. El primer sentido es «gran admiración o extrañeza», el segundo es «susto, espanto». Cuando hablaba con Xavi Vidal sobre mi asombro me refería, evidentemente, al primero. O más bien, a la primera parte de la definición: la gran admiración que me produce el contacto estrecho con la naturaleza desde mi posición privilegiada. Es una naturaleza la mayoría de las veces amable que, cuando se torna cruel, puede ser contemplada desde la comodidad de mi hogar con agua caliente, calefacción, nevera llena y cuenta bancaria saneada. Desde esa comodidad me puedo plantear las preguntas filosóficas que se hacía Platón, para quien el asombro es aquello que motiva la reflexión filosófica. El asombro sucede sin querer, te coge por sorpresa. Ese estado afectivo de suspensión posibilita el deseo de conocimiento, la reflexión consciente, el quehacer filosófico. La mirada asombrada es una mirada curiosa.

Releo estos dos párrafos previos y no me acabo de reconocer en esa fotografía de Heidi en sus montañas sonriendo ante la belleza del mundo. No es que no sea en parte cierto, pero deja fuera de la ecuación otro tipo de asombro que también me ha acompañado este último año, desde que en marzo de 2020 el mundo, también esta aldea y estas montañas, cambió para siempre. Entra en la fotografía la extrañeza. Entran en la fotografía el susto y el espanto.

La extrañeza sería el concepto bisagra que une el asombro como admiración con el asombro como susto y espanto. La extrañeza, decía Aristóteles completando a Platón, ocurre cuando nos asombramos de que las cosas no sean como son o como deberían ser. Extrañeza, por ejemplo, de que la zorra que nos visita tiene unas calvas sospechosas en el pelaje y que en vez de tener una cola peluda de esas que algunas señoras se cuelgan al cuello, tiene una cola despeluchada, larga y triste. Extrañeza al pensar que esa enfermedad de la zorra tiene algo que ver con el mundo enfermo en el que de repente vivimos: la naturaleza frente a mí es inmensa pero yo estoy encerrada (la obediencia y el miedo son más poderosos que la tentación de salir), por la carretera que veo a lo lejos desde casa hace días que no pasa ningún coche, el frutero dice que en el pueblo más cercano hay varios contagiados, igual dos de los diez vecinos del pueblo no sobreviven, están en la UCI. De la extrañeza pasamos enseguida al susto: creo que tengo fiebre, me duele mucho la cabeza, llama al servicio de salud, imposible, no coge nadie, ¿tú sientes algo?, un poco de malestar, la fiebre no sube, me duelen los ojos, seguro que no es, no toso ni me duelen los bronquios, a mí tampoco. Pasan días, pasa el susto. Llega el espanto, una condición más profunda, más duradera, como esa enfermedad que en otros tiempos se atribuía a haber perdido el alma por haber visto a un aparecido, a un muerto. El espanto, entonces, al constatar cada día el número de fallecidos, las noticias de cadáveres abandonados en los pasillos, las incineraciones masivas, los ancianos encerrados en residencias muriendo solos, solas, sin voz ni caricia ni abrazo ni adiós ni respeto. El espanto sigue pero la mayoría normaliza la muerte. Mueren 347, 518, 459 personas al día, después de casi un año pero un vecino dice que todo se lo han inventado, y voy a la ciudad y me rodea la fiesta y los franceses borrachos en las calles y luego celebraciones de fútbol mientras no, hija, todavía no nos han llamado para la vacuna. Espanto ante la indiferencia y la falta de decencia y no digamos ya la falta de amor.

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El susto vino y se fue, pero el espanto se ha quedado como una baba densa y pegajosa porque no, no salgo de mi asombro y miro con ojos espantados hoy, mientras escribo este texto que tardará una semana en llegar a ustedes, digo que miro con ojos espantados a través de la pantalla a esa muchedumbre vestida de rojo y blanco o azul y blanco, no importa la camiseta, celebrando, a pesar de los muertos de cada día y de los que quedan por morir, a pesar del sufrimiento de cada día y el que queda por sufrir, a pesar de que tal vez en una semana algunos de ellos estén en una UCI y si no deseo que acaben ahí, en una UCI, es por no dar más trabajo al personal sanitario y por si esa cama la necesita una persona mejor, más buena.

Vuelvo a mi conversación con Xavi el librero y confirmo que sí, que ha sido un año de asombro: admiración, extrañeza, susto y espanto. Pienso en el proceso de escritura en el que he estado inmersa y entiendo por qué, además de la belleza que aquí me rodea, mi imaginación ha procesado el espanto a su manera: con una sierra que se come a la gente, unas lindes que si las traspasas desapareces, un anciano de mirada asustada que va perdiendo poco a poco la vida y el habla. El asombro, concluyo, no siempre nos lleva a lugares amables pero sí nos hace sentir, pensar e imaginar más, incluso mejor. No dejen nunca de asombrarse ante lo bello y ante el horror.

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