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Cuando cumplí seis años mi numerosa familia y yo nos mudamos a la primera casa, de las varias que habitaríamos, que tenía calefacción. No era de carbón, gasóleo o fuel ni estaba integrada en la obra; se trataba de un sistema alternativo compuesto por radiadores ... eléctricos de calor negro -con su olor característico- instalados por nuestra cuenta y que pocas veces se encendían por una moderación que más bien era miedo a la factura de la luz. Por ello las habitaciones de la casa estaban tan frías como las de la anterior y seguíamos viviendo hacinados en la cocina caldeada por la vieja estufa de queroseno, alrededor de una mesa con funciones polivalentes en la que, habitualmente, no cabía un alfiler. Hablo de inviernos de crudeza extrema, cuando esas grandes nevadas que están en boca de cualquiera que tenga más de cincuenta ocupaban la mayor parte del invierno. Recuerdo los sabañones, las rodillas al aire amoratadas de frío, las manos heladas en guantes desparejados de lana, la bufanda atada atrás con un nudo, colgando, inútil, por una espalda que no era la parte del cuerpo que la necesitaba, pero no recuerdo que aquello fuera horrible ni dramático. Ni siquiera duro. Era normal. En invierno se pasaba tanto frío como en verano calor. Hablo de los 60.
Hay veces en que las normas son tan evidentes que no se pueden rebatir. Que ahora la Comisión Europea plantee restricciones energéticas proponiendo 'aconsejar' los 25 grados de frío acondicionado y los 19 de calefacción no debería parecer una catástrofe, sobre todo si la medida se compara con la mayor catástrofe de la guerra: los cientos, miles de caídos y refugiados y desplazados de cuyo número ambos bandos discrepan, humanos entregando la vida a un país -un territorio, al fin- y a unos políticos que en sus decisiones no han contado con ellos y que con toda probabilidad saldrán indemnes.
¿Medida innecesaria? A lo mejor, aunque solo para el ciudadano de a pie, auténtico afectado -como siempre- por las consecuencias de una guerra que se prevé larga y de desgaste. La subida del precio de las energías ya es suficiente motivo para restringirse sin que medie la prohibición o la orden. ¿Medida tardía? Que Europa necesita petróleo y gas ajenos no es algo que se haya descubierto ahora. Tampoco el conflicto, que viene de antaño, entre Rusia y Ucrania. Ni que los combustibles fósiles son finitos. ¿Medida-escudo? La impopularidad del encarecimiento nos llena de incredulidad hacia los dirigentes -más, si cabe- ante el discurso de que la pandemia y la guerra de Ucrania son la causa directa de tanta inflación. Falso. Mentira. Según expertos analistas, la pandemia llegó en un momento en el que ya estábamos en un proceso pre-recesivo y por ello nos golpeó más. La crisis anterior no había sido completamente resuelta y había dejado grietas estructurales que debilitaban la economía e impedían esa era de aceleración sin precedentes que nos prometieron, con lo que guerra y pandemia acaso sean el chivo expiatorio, el detonante de una mala gestión del sistema capitalista, en mi opinión agotado, pero que no tiene de momento ningún otro sistema de reemplazo.
Advierto en la medida, además, una clara intención inculpatoria hacia el ciudadano: somos infractores, delincuentes, gastamos demasiado en frío y en calor. Somos desconsiderados y egoístas. Y esta intención engañosa, estudiada y ensayada en calamidades anteriores, hasta ahora les ha funcionado bien. Nos hicieron responsables de la crisis de 2008 por haber vivido por encima de nuestras posibilidades y engordar la burbuja inmobiliaria; el covid no desaparecerá mientras las personas tengamos la mala costumbre de juntarnos, de compartir situaciones, de vivir, y hasta del cambio climático tiene gran culpa nuestro insignificante y efímero paso por la Tierra, a la que maltratamos por desplazarnos por ella, por calentarnos, por contaminarla con nuestros desperdicios inevitables, por no utilizar un detergente eco, por elegir la fruta empaquetada o por no haber hecho el máster en reciclaje y confundir los envases no atinando con su correspondiente contenedor.
Leyendo una biografía de Franz Kafka pienso que hoy, de existir, habría sido el arquetipo de lo que esa intención engañosa e inculpatoria pretende, un ciudadano fácil para las autoridades. Aunque seguramente ya lo fue en la Praga de principios del siglo XX. Ante cualquier percance con quien él consideraba superior -su padre, los maestros, los rabinos, los funcionarios-, jamás se enfrentaba, simplemente se otorgaba el papel de culpable. Y ¿qué hacía? Pues como Joseph K, de 'El proceso', o Gregorio Samsa, de 'La metamorfosis', o K de 'El castillo' -que todos, en definitiva, eran Kafka- resignarse ante las injusticias y a aprender a sobrellevar la situación.
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