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Aunque con mayor retraso de lo esperado, por fin volveré a asistir a un partido de fútbol. Para mí, seguidor impenitente del Athletic, el fin de la historia no fue la bronca final victoriosa de 1984, en la que nadie vio el inicio de una ... larga travesía del desierto, sino la de 1977 en el Vicente Calderón, frente al Betis de Rafa Iriondo. En ella, una prevista victoria del Athletic se cerró también, como ahora, con la tanda de penaltis. Durante el partido, todo parecía fácil, a pesar del marcador equilibrado, e incluso en la tanda resolutiva, cuando cuatro veces marcaron los atléticos, un bético había fallado y quedaba por disparar Dani, nuestro goleador. Y Dani falló. Siguió el uno a uno de los restantes jugadores, marcando y fallando sucesivamente, resolviendo los dos porteros, Iribar y, por el Betis, Esnaola. Iribar falló y Esnaola nos dejó sin la Copa. Un excesivo sufrimiento. Decidí no volver a un campo de fútbol hasta que esa frustración no se convirtiese en alegría.
Las cosas habían ido poniéndose difíciles desde la década de 1960, y no porque bajara el nivel de calidad en el equipo, más tarde afectado por lo que hizo notar Patxo Unzueta -otro atlético con quien compartí la devoción por Panizo-, el declive demográfico. A menos jóvenes, menos vivero de nuevos jugadores. Más tarde llegaría el fin de una situación que hasta entonces favorecía el dicho de que la final la jugaban el Athletic y otro: la prohibición de alinear jugadores no españoles en la Copa. A eso venía a sumarse el desequilibrio introducido por el dominio económico de los dos grandes clubes, Madrid y Barcelona. De paso la participación legal de extranjeros incrementará también la competitividad de otros equipos. Solo hace falta mirar a la estadística de copas ganadas para ver confirmada esa hipótesis. Volver a ganar la Copa acabó convirtiéndose para el Athletic en un trabajo de Sísifo, llevado a la angustia últimamente por la sucesión de fracasos en el partido decisivo. Poco ha faltado para que en La Cartuja se repitiera una vez más esa jugada del destino.
Durante la dictadura, la reiterada presencia del Athletic en la final tuvo también otro carácter: abrir un espacio de afirmación nacional. A fines de los 50, ya con Gainza como único superviviente de la delantera histórica, compensando con sabiduría y astucia la pérdida de velocidad, recuerdo la euforia en los bares próximos a la Puerta del Sol al ganar la del 58. Escuché entonces un cántico de homenaje a Sabino Arana, que nunca luego volví a oír.
Mediados los 60, las finales perdidas llevaron la politización a los preliminares. La viví desde una singular reunión de universitarios vascos de Madrid, aglutinada en torno a un chalé de la calle Francos Rodríguez, que tenía a Txomin Ziluaga como líder y al bueno de Martín Garín a modo de capellán. El grupo era en realidad un instrumento activo del frente cultural de ETA, que aún no había matado, pero cuya ideología estaba ya bien definida.
El grupo del chalé organizaba conferencias, también incipientes kantaldis, con Lourdes Iriondo como representante musical de la gaztedi berria, que inició su recorrido histórico a los acordes militantes de las canciones del vascofrancés Michel Labeguérie. Pronto Mikel Laboa pasó a primer plano. El punto de reunión, y de captación de estudiantes vascos, era la misa dominical en un colegio mayor, oficiada por un cura vasco conciliar. Fue la ocasión para que un día Txomin nos informara, a Marta y a mí, de que aquello era ETA al serle prohibida la asistencia a misa a un estudiante del grupo, Zubillaga, que se había pasado a ETA-berri. Creo que antes había jugado algún papel en las visitas de Xabier Arzalluz al chalé, de las cuales nadie me habló entonces.
Las finales del Athletic eran momentos de movilización, que aún cogía por sorpresa al aparato represivo del régimen. Recuerdo a tres muchachas del grupo haciendo corro a un gris en la Puerta del Sol, mientras le cantaban 'Geuria da da Euskal Herria!'. El momento culminante, ya en el campo, era tratar de oponerse a la ovación que acompañaba a la entrada de Franco gritando con todas nuestras fuerzas: «¡Iribar, Iribar, es c…, como Iribar no hay ninguno!».
También llevábamos una pancarta de afirmación identitaria, que una vez no pasó y otra sí. ¿Por qué? Me lo aclaró un superviviente del grupo, Iñaki Azurza, a quien encontré en Donostia en el otoño de vacunas de 2020. Cuando el 'gris' le detuvo a nuestra entrada en el campo, a la vista del primer fracaso, le respondió que era el grito en vascuence de los falangistas vascos. O cosa parecida. Y coló. En la pancarta se leía: 'Gora gu ta gutarrak! ¡Vivan nosotros y los nuestros!'. A mi juicio, definía muy bien lo que representó el Athletic a lo largo de aquella noche iniciada en 1936, que ETA cerró con una pesadilla también inacabable.
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