![Hasta que la guerra acabe](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/2023/11/27/opi-elorza-kPVH-U210839257393Eh-1200x1200@El%20Correo.jpg)
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Asistí en su día a la proyección de 'Mientras dure la guerra', la película de Amenábar, acompañado de una buena amiga bilbaína, interesada sobre todo por la figura de Unamuno. Al salir del cine me contó lo sucedido con un tío de ella al entrar ... en la ciudad las tropas de Franco, el 17 de junio de 1937. Era hombre sin particular adscripción política y por eso tranquilamente salió de casa como simple espectador del acontecimiento militar. Nunca más volvió y la memoria del hecho quedó cubierta en la familia por una capa de olvido.
El episodio enlazaba con las sucesivas desapariciones de los amigos de Unamuno, narradas en el filme, que le hicieron percibir el grado de criminalidad de aquellos a quienes él primero recibió como simples restauradores del orden. No se había tratado de un simple golpe militar al que inevitablemente se uniera un cierto grado de represión, sino de la puesta en práctica de un exterminio del otro, entendido este como portador de valores e ideas simplemente ajenos a la voluntad punitiva de los sublevados.
Franco se lo explicó al embajador francés, Jean Herbette, en noviembre de 1935 para marcar la diferencia con las intenciones contrarrevolucionarias de su entonces ministro Gil Robles. Era necesaria, a su juicio, una intervención quirúrgica que extirpase los elementos podridos del cuerpo nacional. Para Franco, había que acabar con la Antiespaña, que iba desde la herencia ilustrada a las organizaciones obreras y al republicanismo. De ahí que su guerra civil asumiese el carácter de un genocidio, una acción premeditada de aniquilamiento de un colectivo social, político y cultural que había de prolongarse más allá de la contienda, nada menos que en términos legales hasta 1969.
Ocurre, sin embargo, que lo contrario del infierno no es el paraíso, y así en la España republicana -aunque no por el Gobierno republicano- se registraron actos de barbarie; unos, espontáneos; otros, programados, susceptibles de ser considerados crímenes de guerra. Del mismo modo que hoy la lucha legítima contra Hamás no ampara los posibles crímenes de guerra en la conquista de Gaza, la equidistancia ha de ser recusada, pero no la ponderación de responsabilidades.
Paradójicamente, al ser rechazada por el Gobierno Zapatero la línea dura de exigencia de responsabilidades, quedó abierta la vía para una perspectiva dualista donde la recuperación del honor republicano, y del tratamiento humano de sus muertos, dio lugar a una visión histórica simplificadora. La Ley de Memoria Histórica fue la expresión de este propósito y la violenta réplica del PP (todavía sin Vox), el indicador de que la mirada vuelta hacia el pasado no estaba encajando con la idea de reconciliación nacional que, sin embargo, había sido la clave de la mentalidad política sobre la cual fue construida la Transición democrática. Tal vez la herencia del pasado se encontraba aún demasiado viva, pero lo cierto es que la posibilidad de una comisión de la verdad, de base historiográfica, fue alejándose cada vez más en favor de una memoria histórica construida desde posiciones políticas predeterminadas.
El engendro de la Ley de Memoria Democrática fue el resultado al proporcionar una visión dualista de la Guerra Civil puesta al servicio del 'progresismo' liderado por Pedro Sánchez, con las derechas de hoy, y el PP en primer plano, estigmatizadas en tanto que herederas directas del 36 (aquí Vox vino muy bien). Entretanto, los enemigos de la democracia durante los años de plomo de ETA resultaban absueltos. Ya no es que la memoria democrática fomentase el olvido del terror, sino que definía una estrategia de falseamiento radical de la historia, entregada a justificar todo tipo de montajes políticos. Lo prueba el pacto PSOE-Junts.
Semejante trayectoria culmina con el discurso fundacional del Gobierno de Pedro Sánchez: construir un muro frente a la derecha retrógrada. Toda rotación en el Ejecutivo del país resulta excluida. Es un objetivo que solo puede lograrse mediante un poder dictatorial, de cuya orientación informa la agresividad de personajes como Félix Bolaños y Óscar Puente. No son los leones bajo el trono de Jacobo I, sino mastines. La Antiespaña reaparece desde el polo opuesto para legitimar un proyecto político dirigido a la destrucción del otro. En términos unamunianos, paso adelante hacia una «contienda incivil».
Fue un riesgo de involución anticipado por el historiador Miguel Artola en una circunstancia aún más grave, sobre el fondo de inseguridad derivado del 23-F, cuando lee su discurso en la Academia de la Historia, el Dos de Mayo de 1982. Hijo de trabajador donostiarra fiel a la República, capturado en el buque 'Galerna' e inmediatamente fusilado, Artola mantuvo siempre en su obra una críptica sensibilidad hacia el riesgo de perder la libertad y la reveló en su discurso citado, al insistir en la exigencia de defensa a ultranza de todos y cada uno de los componentes del orden constitucional. El conformismo es suicida: «No hay derechos individuales, sin la voluntad ciudadana de defenderlos».
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