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Gracias a dos artículos publicados en este diario, he tenido la satisfacción de asistir al regreso de Roberto Lertxundi como creador de opinión, coincidiendo además con una llamada telefónica suya para presentarme a un joven investigador. Era como si regresase un fantasma después de cuatro ... décadas de desaparición, desde aquel tiempo en que tuvo lugar la ruptura del sector mayoritario del PC de Euskadi con Santiago Carrillo y el inicio de la adhesión, más que integración, a Euskadiko Ezkerra. Para mí al menos, su etapa como senador, como si no hubiera existido. Y cuento esto porque tras las idas y venidas de su primer artículo sobre la Transición, en el segundo, sobre la imposible -por ahora- unión de la izquierda vasca, vuelve un político con ideas claras y exposición más clara todavía, que nos explica cómo no podrá ser asumida la conveniencia de esa unión en torno a Bildu mientras la coalición independentista no borre la mancha del pasado etarra. No cabe olvidar que Lertxundi inició su militancia política en ETA y en su artículo, muy personal, deja ver entre líneas su deseo de que el ciclo de la violencia se cierre de modo definitivo, no solo en los hechos, sino en las conciencias.
Para alcanzar ese fin, no son tan seguras dos cosas. La primera, que ese obstáculo, válido tal vez para su grupo generacional, sea extensible a toda la sociedad. Y ello por la segunda circunstancia: porque Bildu no ha estado solo manteniendo la bandera de heredero de ETA que no necesita aval ninguno para ser hoy un partido plenamente democrático, sin la menor autocrítica -las lamentaciones no sirven- sobre sus antecedentes. En favor suyo ha actuado decisivamente la doble consigna, de borrar la memoria y de legitimar a Bildu, fruto de las políticas seguidas por el PNV y el PSOE sobre el pasado de Euskadi. Cada uno de los dos partidos ha jugado a ser aprendiz de brujo, midiendo aquella dosis de memoria que estimaba conveniente para sus intereses, con el objeto de evitar toda imagen de complicidad, en el caso del PNV, y de hacer presentable la alianza y el apoyo al Gobierno Sánchez por Bildu en el caso del PSOE.
Es cierto que toda política de reconciliación requiere dosis de olvido, aquí a pesar de las graves responsabilidades contraídas fundamentalmente por ETA. Otra cosa ha sido presentar, como en el Centro de la Memoria vitoriano, los años de plomo a modo de una pesadilla terrorista, surgida bajo el franquismo, sin orígenes doctrinales propios, sin la carga xenófoba derivada de los mismos y sin concesiones por parte del nacionalismo democrático -y con los GAL por parte del PSOE-.
El resultado no es otro que una situación de amnesia forzosa, a partir de la cual resulta sumamente difícil que la sensibilidad evocada por Lertxundi se traduzca en las urnas. A corto plazo, el balance puede ser positivo para la convivencia. Más allá, la experiencia histórica posterior a 1945 muestra que los monstruos en apariencia desaparecidos tienden a resucitar.
¿Cómo pueden alzarse desde el PSOE obstáculos a la unión de la izquierda en Euskadi si en Madrid los diputados de Bildu son el pilar más firme del Gobierno socialista y, además, Pedro Sánchez les ha dado la absolución con la Ley de Memoria democrática? Es muy posible que los socialistas vascos prefieran mantener la alianza como subordinados con el PNV porque saben lo que hay debajo de la piel de cordero de Bildu, pero también se verán atraídos por planteamientos sociales más cercanos a los suyos.
En cuanto al PNV, ha vivido feliz en la ambigüedad proporcionada por el olvido de sus alianzas con el independentismo terrorista (Pacto de Lizarra) y de una actitud permanente de cínico rechazo de la violencia mientras su reiterada crítica a Madrid la avalaba. Con Ibarretxe, el árbol y las nueces fueron una realidad. Luego resultó convenientemente superada, pero sin que el pragmatismo en la acción se tradujera en una clara definición de objetivos políticos en ruptura con la línea ETA-Bildu, más bien planteando objetivos comunes, y sin volver nunca la vista atrás.
El realismo político practicado por Urkullu durante su presidencia, observable en su fallida y bienintencionada mediación en la crisis catalana de 2017, permitió cubrir ese vacío de manera satisfactoria. No es seguro, sin embargo, que su sucesor lo mantenga en los escenarios catalán y vasco de pujas soberanistas que tenemos para mañana. Perder el Gobierno de Euskadi ante Patxi López, cuya endeblez política ahora comprobamos, fue una cesión transitoria de la hegemonía tradicional; ser superados por Bildu, que ya aventaja al PNV, en Navarra puede ser el comienzo de un declive inevitable. Para contenerlo solo cuentan con los votos a favor del Gobierno en el Congreso. De no ser por eso, resulta ilusorio creer que Pedro Sánchez renuncie a aplicar a las alianzas vascas otra medida que la de sus intereses de supervivencia en Madrid. Las urnas decidirán.
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