Poco antes de que España reconociera al Estado palestino, una de las vicepresidentas de nuestro Gobierno expresaba su deseo de que Palestina fuera «libre desde el río hasta el mar». La frase en cuestión es parte de la carta fundacional de la organización terrorista Hamás, ... pero antes fue utilizada por la igualmente violenta Yihad Islámica y por la mismísima Organización para la Liberación de Palestina del otrora premio Nobel de la Paz Yaser Arafat.
La limpieza étnica de judíos de un territorio resuena a impulsos de lesa humanidad, cierto, pero no menos que vaciar de palestinos las tierras desde el mismo río hasta el mismo mar, un lema que recuerda, aunque no literalmente, a la carta fundacional del Likud, el partido de Benjamín Netanyahu, y que colectivos hebreos más extremistas, como aquellos abonados a la consolidación y ampliación de los asentamientos ilegales de colonos judíos en Cisjordania y Gaza, asumen con naturalidad reclamando expulsar, por la fuerza, a todos los palestinos de Eretz Israel, la tierra ancestral del denominado Gran Israel, precisamente desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo.
Durante las protestas propalestinas en universidades estadounidenses a raíz de la incursión israelí en Gaza se ha recrudecido el debate del antisionismo. Portavoces estudiantiles han adoptado una narrativa contraria al sionismo para reivindicar una Palestina sin «ocupación» israelí. También intelectuales y políticos o incluso colectivos militantes judíos, incluso israelíes, se declaran antisionistas, aduciendo que rechazar el sionismo no equivale a negar o cancelar al judaísmo o a los judíos, esto último propio del odio antisemita. Queremos entender que la vicepresidenta Díaz, si se le preguntara, también se declararía antisionista pero recalcaría no ser antisemita.
En un resumen arriesgado, sugeriríamos que el sionismo es el sentimiento de adhesión a una identidad nacional para el pueblo judío. Quienes se consideran descendientes de las bíblicas tribus hebreas, tomando conciencia de que son un pueblo con raíces culturales propias, adoptan la forma constituyente de una nación que, declarándose soberana para el autogobierno, pretende conducirse a través de la forma jurídica de un Estado. Nada alejado de los Estados-nación de las revoluciones europeas y estadounidense entre los siglos XVII y XIX.
Criticar cualquier vertiente del sionismo en tanto expresión política es legítimo, pero siempre y cuando el reproche no venga de su concreción judía, sino de rebatir cualquier idea que suponga la construcción nacional de un pueblo a través del instrumento de un Estado. También es asumible, dialécticamente, un rechazo a la conformación de un Estado, de cualquier Estado, en base a la religión o la etnia, y no a principios de ciudadanía basados en la democracia liberal. La incursión en el antisemitismo de cualquier opinión negativa sobre el sionismo llega cuando se censura lo judío por ser judío. Fuera de ello, el análisis constructivo de la nación judía debería ser aceptable y, además, deseable.
Además, el sionismo está lejos de ser monolítico, siquiera entre los judíos: los hay que se definen como no sionistas y se sienten parte del pueblo judío, pero no de la nación y mucho menos del Estado de Israel, confesándose alemanes, estadounidenses o franceses; igual que personas cuya identidad es vasca pero su sentimiento nacional es español.
¿Contra qué sionismo se encara el antisionista? Es decir, si se concede que todo colectivo identitario con sentimiento de autopercepción como pueblo tiene derecho a aspiraciones nacionales de autogobierno, siempre que se conduzcan por procedimientos legales y no violentos, lo mismo aplicará para judíos que para palestinos. ¿Qué ocurre con un volumen de catalanes y vascos que se autoperciben como pueblo con pretensiones de autodeterminación? ¿Y con otras denominadas «minorías nacionales sin Estado»? ¿Serían la misma cosa?
El problema, de nuevo, continúa siendo el territorio y las jurisdicciones legales nacionales e internacionales. El nacionalismo vasco o el escocés reclaman sobre Estados previa y legítimamente constituidos, sobre los que pretenden secesión, pero deben atenerse a los marcos legislativos imperantes. El nacionalismo palestino pretende un territorio en disputa respecto de una de cuyas porciones, la resultante de la partición de la ONU, no fijaron un Estado cuando tocaba. El Estado judío se estableció, en origen, en consonancia jurídica con un plan internacional. Otra cuestión es lo que ocurrió después, las ocupaciones derivadas de las guerras y los asentamientos ilegales sobre suelo que, en la partición del 47, es palestino.
En conclusión, es contradictorio, cuando no tendencioso, apelar al respeto de las fronteras del plan de partición de la ONU sobre Palestina y, al mismo tiempo, reivindicar la liberación de la misma Palestina del río hasta el mar desbrozándola de judíos y de su nación, como si fueran una infección.
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