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Alvise Pérez.
Opinión

Donald Alvise Milei

Si no queremos convertir Europa en la próxima China, hay que escuchar a los que hasta ahora solo nos advertían con su abstención

Andrés Montero

Expresidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia

Miércoles, 26 de junio 2024, 00:01

En las provincias vascas se ha votado con contención a Alvise Pérez y a su plataforma Se Acabó la Fiesta (SALF) en las últimas elecciones europeas. 14.971 sufragios en Euskadi, mientras en la periferia de la comunidad ya encontramos 14.600 papeletas solo en ... Santander y casi 20.000 en Zaragoza, con algo más de 7.900 en Navarra. No son una anécdota los 3.922 electores en Gipuzkoa, los más de 8.000 en Bizkaia y los cerca de 2.900 en Álava, pero el voto inspirado en Telegram, sede social de SALF, parece un acné en Euskadi, lejos del sarampión de los 800.000 resultados en el resto de la piel española.

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En los porcentajes relativos por comunidades autónomas se aprecia mejor que en los números netos: un 1,72% representa el voto de SALF en el País Vasco, mientras Navarra con un 3,6% está rondando el nivel del 3,45% de Extremadura, más de un punto porcentual por elevación respecto del 2% en Galicia, esta última cerca del 2,8% en Cataluña, y todas ellas lejos de los campeones, el 6,2% de Andalucía, el 6,3% en Canarias y casi el 6,6% en Murcia, el algo más del 5% en Madrid y el casi 6% en Melilla y el 7'8% en Ceuta. Intuitivamente, en esta geografía del voto subyace una conexión con sentimientos negativos ante la inmigración, cuando no xenofobia, troncales en el discurso de Alvise.

Sugería Juan Manuel de Prada, en entrevistas con ocasión de la promoción de su última novela 'Mil ojos esconde la noche', que es necesario auscultar, escuchar a la (más o menos, en promedio) mitad de la población que no ejerce su derecho al voto en procesos electorales para entender lo que está sucediendo con las democracias, añadiríamos nosotros, con su declive, con su cuestionamiento, con su degradación. Alrededor de ese mismo porcentaje, o sea, la mitad, es el que compone el perfil del electorado de SALF, «voto fresco», entre nuevos votantes jóvenes y personas que se mantenían habitualmente en la abstención, indiferentes o apáticos, cuando desconfiados, incluso dolidos y decepcionados, con la democracia representativa y sus aparatos político e institucional.

Alvise Peréz de SALF advierte de que su siguiente objetivo a conquistar por las urnas es el gobierno de España. Nadie se tomaba en serio que Milei alcanzara la presidencia de Argentina o que Trump pilotara durante cuatro años la que se tiene por primera democracia del mundo. Las tres son legítimas expresiones de hartazgo y cansancio, sobre todo, por la política representativa. Lejos de denostar y despreciar el lenguaje de esa indignación, de las intenciones de arrumbarlo como populismo excéntrico o pasajero, las formaciones políticas tradicionales harían bien en dedicarse a la introspección desde la autocrítica. En algo han estado fracasando durante un siglo para que creaciones tan jóvenes como las democracias parlamentarias estén exhaustas, con un hemisferio poblacional hemipléjico y cabreado.

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Lo más inquietante de todo este proceso que vivimos es que quienes se tienen que plantear las preguntas se quedan mirando el dedo sin percatarse de aquello a lo que está señalando. Por ejemplo, ante la emergencia de Alvise varios líderes políticos han extraído como conclusión diagnóstica que hay que tener mayor presencia y hacerlo mejor en redes sociales. ¿De verdad ese es el problema?

Y tampoco es el centro del asunto atribuir a los indignados ser ellos mismos los antidemocráticos, huestes asilvestradas y liberticidas. En realidad, una lectura honesta que podría hacerse de la hechura Donald Alvise Milei es que se trata de un anticuerpo que reacciona ante una infección persistente que no estamos sabiendo detectar ni tratar. Los antígenos de esa infección no son, en sí mismos, los SALF o los Trump, sino, por mencionar nada más que algunos patógenos, la hiperespeculación financiera y su generador de enriquecimientos obscenos y de desigualdades crónicas; la prostitución de los intereses partidistas a favor del clientelismo hacia intereses torticeros; el envilecimiento de las vocaciones de servicio público; la corrupción y el grosero elitismo de las instituciones; y la dejación criminal en el deber de involucrar al ciudadano en la (apartidista) política pública, es decir, en la gestión de su propia soberanía.

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Puede no gustar Trump, renegarse de Alvise o despreciarse a Milei, pero cualquier ciudadano sensato debería darles la bienvenida como movilizadores de que algo grave nos está sucediendo. Y esperemos que eso grave no se reduzca exclusivamente a la xenofobia y al antiglobalismo, al menos la primera en el corazón del Brexit, un modelo a escala de involución. Porque si se trata solo del odio al extranjero y al diferente, entonces no habremos aprendido nada de la primera mitad del siglo XX. Si no queremos convertir Europa en la próxima China, un próspero territorio comercial gobernado por una oligarquía autocrática iliberal, haríamos bien en escuchar a los márgenes de quienes, hasta ahora, habían venido advirtiéndonos solo con el disgusto de su abstención.

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