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Era un joven de veinte años cuando me tocó cumplir con el servicio militar obligatorio en Andalucía, a muchos kilómetros de distancia de mi tierra alavesa. Eran los tiempos de la 'mili' y esa circunstancia fue la que me llevó, desde marzo de 1978 hasta ... abril de 1979, al Regimiento de Infantería Motorizada La Reina II de la hermosa y sultana Córdoba. Aquellos años, en los que las carreteras y el ferrocarril no eran lo que hoy son, mis posibilidades de venir los fines de semana a Vitoria eran tan sólo un ejercicio de ciencia ficción. Únicamente lo intenté una vez, en el viejo Wolksvagen escarabajo del fallecido periodista Antonio Herrero, para mí el alférez Herrero, cuyo padre residía en Vitoria y dirigía la agencia Europa Press.
A pesar de la gentileza de mi chófer, aquel fue un viaje agotador por aquellas carreteras nacionales de la época que tan genialmente describió Moncho Alpuente en su canción 'Adelante hombre del 600'. Realmente aquel fin de semana no tuve tiempo sino de dar un beso a mis padres y, sin quitarme el traje militar de paseo, dormir un poco antes de regresar en tren. Aquello me disuadió de intentarlo de nuevo. Así que salvo en dos ocasiones, la preceptiva Navidad y unos días de verano, pasé quince meses de mi vida irremediablemente unido a una tierra a la que aprendí a querer y, sobre todo, a respetar profundamente.
El hecho de que «el vasco» no pudiera viajar los sábados a su casa, lejos de sumirme en la soledad o el desarraigo, propició una oleada de solidaridad en aquella 10º compañía. Mis compañeros me invitaban los fines de semana a sus casas, «¿cómo te vá a quedá aquí sólo, niño? ¡Vente p'al pueblo, a nuestra casa, que son ferias!». Así es como gracias a la generosidad de decenas de compañeros y de sus familias, conocí las ferias, la Semana Santa, los festivales flamencos, las tabernas, los pueblos, las playas, las sierras y, sobre todo, a las gentes de esa maravillosa tierra. Las sevillanas, las 'soleás', las seguidillas, el olor a jazmín o dama de noche, la pipirrana o la 'pringá de manteca colorá', acompañadas por un vino amontillado, pasaron a formar parte de mi acervo cultural y de mi corazón.
Pero eran años difíciles, sin duda la llamada 'Transición española' no fue fácil, muchos eran quienes se oponían a que la democracia se instalara en el país y para ello exigían su cuota de sangre: por un lado, los grupos afines al franquismo o a la ultraderecha; por otro, bandas de extrema izquierda, como los Grapo, y finalmente ETA, que decidió aumentar su crueldad exponencialmente intentando no la pretendida liberación del País Vasco, sino una involución que nos hiciera volver a los esquemas de acción-represión del pasado.
Así las cosas, aquel joven cabo de infantería, tan agradecido por la generosidad de Andalucía, se comenzó a ver interpelado por un hecho terrible, cual era que desde mi tierra se devolviera todo el bien que yo recibía con ingratitud y maldad. Cuando me encontraba disfrutando de la hospitalidad de un pueblo, de una familia, ocurría que su alegría se veía oscurecida por una noticia terrible; un hijo, un hermano, un primo, un vecino, casi siempre un joven, había sido asesinado allí «en el norte». Aquellas gentes que a mí me daban todo recibían a cambio cadáveres de andaluces en un ataúd de madera. Su desgarro era mi desgarro y, en numerosas ocasiones, mi vergüenza. Aun así, nunca nadie me reprochó nada, su generosidad jamás fue menoscabada por este hecho y «el vasco» siguió gozando de la amistad y la fraternidad de las tierras del sur.
Años más tarde, muchos empresarios, jueces, profesores, funcionarios, sindicalistas, trabajadores, concejales y un largo etcétera se vieron obligados a abandonar mi tierra vasca; en unos casos para no ser asesinados y en otros, consumado ya el crimen, para criar a sus familias lejos del epicentro del odio. De nuevo Andalucía se convirtió en tierra de acogida para muchos de mis paisanos. Cuánto he pensado en este hecho cuando, hace poco más de una década, todavía funcionaban aquellos negros mecanismos de ingratitud interterritorial.
Han pasado más de cuatro décadas desde entonces, se pueden contar con los dedos de una mano los años en los que no he podido volver a mi querida Andalucía, pero aún siento la necesidad de mostrar mi agradecimiento a una tierra con la que siento que parte de mi identidad está todavía en deuda. Tan sólo espero que Andalucía siga progresando, avances impresionantes de los que he sigo testigo, y que sus gentes sigan haciendo de la acogida parte de su divisa, pues no hay tarjeta de presentación mejor. Que el día de Andalucía de este 2021 que se celebra m´ñana, todavía marcado por la incertidumbre alumbre un futuro mejor para esa tierra, que como escribió Blas de Infante y reza en su himno «la bandera blanca y verde vuelve tras siglos de guerra a decir paz y esperanza, bajo el sol de nuestra tierra./ Andaluces, levantaos, pedid tierra y libertad, sea por Andalucía libre, España y la Humanidad».
Gracias, Andalucía, gracias con cuarenta años de retraso, gracias por todo lo que me diste. Mila esker, bihotzez!
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