Hace unos días se publicaba en este medio una excelente reflexión del doctor Mosquera Ulloa, de la Red de Salud Mental de Álava, poniendo de manifiesto su preocupación por lo que se define como 'disease mongering', el fenómeno de tráfico, promoción, venta, fabricación o invención ... de enfermedades que crean un auténtico estado de alarma social, y también en la cada vez más frecuente redefinición acrítica de cuestiones sociales, psicológicas o existenciales como asuntos propios de la medicina. En línea semejante, otros dos preclaros psiquiatras de la Red de Salud Mental de Bizkaia, los doctores Medrano y Uriarte, alertaban sobre los riesgos de difundir informaciones alarmistas por parte de muchos llamados expertos.

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Existen muy pocos datos científicamente avalables que permitan definir con claridad los eventuales efectos que la pandemia pueda tener sobre la salud mental de la población. Ni siquiera conocemos cómo el virus pudiera actuar en el cerebro para provocar efectos psiquiátricos como depresión o ansiedad. En Europa, según la OMS, los problemas de salud mental han crecido durante la pandemia, con un claro aumento en los niveles de ansiedad y estrés. Pero la ansiedad es consustancial al ser humano, vivir comporta confrontar situaciones estresantes. Y observar un aumento de niveles de ansiedad y estrés en circunstancias que los justifican no significa necesariamente aumento de trastornos psiquiátricos estructurados ni que nos vaya a sobrevenir un 'tsunami' psiquiátrico. Incluso puede suponer lo contrario: rearme moral y fortalecimiento de la población a la hora de enfrentar problemas reales, no ficticios.

Psiquiatrizar reacciones humanas normales afecta negativamente al desarrollo de recursos psicológicos individuales propios de las personas maduras. Contribuir a ello desde dentro de la profesión y hacerlo utilizando estas situaciones excepcionales, usando la vieja estrategia del cubo de sangre en la mesa, resulta poco ético, máxime cuando los argumentos que se esgrimen están sesgados.

Pongamos un ejemplo. Como sucedió en la última crisis socioeconómica, cuando se planteó el tema del suicidio y su relación con los desahucios, no se pudo demostrar un aumento sustancial de la tasa de suicidio ni a nivel estatal ni en nuestra autonomía, ni mucho menos su relación con los desahucios. En el momento actual surge de nuevo el argumento. Pues bien, el INE avanzó los datos de los cinco primeros meses de 2020 en comparación con los de 2019 anunciando un descenso del 8,8% en el número de suicidios en España.

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Cierto que el suicidio se mantuvo como la primera causa de muerte externa en los cinco primeros meses de 2020, pero sufrió un claro descenso. O ha habido una oleada en el segundo semestre para pasar de una reducción de casi un 10% a un incremento del 26%, o los datos que el propio INE avanzaba eran incompletos o la ola suicida ha afectado especialmente a Euskadi, algo que nos parece inverosímil.

Un titular periodístico señala que se han incrementado los suicidios un 26% y obvia que toma el dato de 2019 como referencia, año con menor número de casos desde 1999. Y que en 2014, por ejemplo, fueron 186, solo algunos menos que en 2020. En 2017 y 2018, 180. Así que correlacionar esto con la pandemia es más que atrevido.

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Desconocemos de dónde procede el dato sobre un incremento de consultas en Osakidetza. Durante toda la pandemia el número de pacientes nuevos adultos, nuevos de verdad, disminuyó muy significativamente. Lo que aumentaron son las consultas telefónicas de manera exponencial, pero siempre a partir del mismo número de enfermos o incluso menor. No existen datos que confirmen un incremento del suicidio en la infancia o adolescencia y es por ello que el oportunismo político y el de algunos profesionales debe ser evitado a toda costa. Aquellos que lo han insinuado, algunos desde sociedades profesionales, deben demostrar sus afirmaciones. Sí ha habido un ascenso de consultas en menores, relacionadas con trastornos de la conducta alimentaria y problemas de ansiedad, y un incremento de hospitalizaciones, explicables por el confinamiento y circunstancias sociales que lo rodearon. Hacer afirmaciones gratuitas, cuasi apocalípticas, para obtener beneficios personales o profesionales no es el camino.

Desde nuestra experiencia, la capacidad humana de confrontar situaciones difíciles de forma adecuada ha sido puesta a prueba en muchas ocasiones a lo largo de la historia y estamos seguros de que sabremos también superar esta enorme crisis que, más que por la acción de un virus en el cerebro humano, está determinada por las terribles consecuencias socioeconómicas que está produciendo y sus secuelas emocionales. Algo que sí conocemos mejor por crisis anteriores. Desde la perspectiva específica de la salud mental general, menos medicinas, menos psiquiatras, menos pediatras y más medidas sociales.

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