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La muerte de José María Calleja nos ha pillado a muchos con el corazón doblemente encogido. En primer lugar, por resultar su partida inesperada y ... prematura. En segundo lugar, por las circunstancias en las que se ha producido, lejos de aquí, en un Madrid golpeado por la pandemia, que nos impiden mostrar duelo y afecto, que obstruyen el ritual de despedida que, además de homenaje a un hombre valiente, como lo fue José Mari, resulta un ejercicio de fraternidad para con su familia y allegados.
Se ha ido Calleja lejos de la tierra en la que vivió y amó, en la que, además de crecer como profesional de la comunicación, deseaba realizar su proyecto de vida. La posibilidad de permanecer como vasco le fue negada tanto por un proyecto totalitario como por un 'establishment' mucho más ambiguo, pero igual de sectario. Y como consecuencia de ese doble comportamiento han sido muchos -siempre demasiados- los expulsados que tuvieron que abandonar tierra vasca para comenzar de cero a cientos, cuando no miles, de kilómetros de aquí, buscando esa fraternidad negada en su tierra.
Cuando entre nosotros habitualmente se habla de «territorios hermanos» se nos refiere a una hermandad constituida por una idea de pertenencia a una comunidad en la que la hermandad queda reducida al ámbito étnico, cultural o «nacional». Iparralde y Hegoalde, ellos son los territorios hermanos. Fuera de ese espacio «nuestro» no parece existir fraternidad. Y es necesario decir que esto no es cierto; o, mejor dicho, que no ha sido cierto para un número nada desdeñable de ciudadanos vascos entre los que José Mari Calleja se encontraba.
Durante varias décadas, ese concepto de hermandad tribal ha excluido a muchos de sus hijos e hijas, utilizando para ello el desprecio, en el mejor de los casos, o la eliminación física, en el peor. En el 'XX. In Memoriam de la Fundación Buesa Fundazioa', la profesora Lourdes Oñederra puso el dedo en nuestra llaga: «ETA, amparada en el ultranacionalismo, apoyada en ignorancias interesadas o ingenuas, cuando no directamente en el miedo, ha conseguido afianzar en nuestra sociedad la sensación de que no ser nacionalista es algo que habría que justificar. Nuestro silencio lo ha legitimado. Ese foso entre 'nosotros' y 'ellos' arrastró por el espejismo de la progresía y la revolución incluso a quienes no eran nacionalistas o no lo éramos muy fervorosamente; siempre hubo una brumosa y difusa idea de autenticidad, de lo que era más de aquí y que iba envuelto en el manto protector del sufrimiento histórico».
Lo cierto es que fruto del acoso, de la extorsión económica o de la amenaza de muerte, muchos de nuestros conciudadanos no encontraron en su tierra de nacimiento esa deseada fraternidad y la debieron buscar en otros territorios de la geografía española. Así, empresarios profesores, ingenieros, periodistas, militares, sindicalistas, funcionarios, artistas o simples ciudadanos comprometidos tuvieron que abandonar Euskadi o Navarra durante el tiempo que duró la actividad terrorista de ETA. Para estos vascos y vascas el «territorio hermano» se les abrió a cientos o miles de kilómetros. No hay cifras oficiales de esta 'diáspora', desde los casi 200.000 que ofrece Iñaki Ezkerra ('Exiliados en democracia', 2009); entre 60.000 y 200.000 citados en el 'Proyecto Retorno' elaborado por el Instituto Vasco de Criminología (2011); pasando por los 155.000 cuantificados en un estudio de la Fundación BBVA (2007) hasta los más de 10.000 que citan tanto Izaskun Sáez de la Fuente en 'Misivas del terror'(2017) como Josu Ugarte en 'La bolsa o la vida' (2018).
La única certeza es que fueron muchos los afectados. José Mari es uno de los muchos exiliados, verdaderos 'desplazados internos' según la ONU (E/CN.4/1992/23), que tuvieron que rehacer su vida fuera de esta tierra. Muchos lugares de la geografía ibérica han acogido a estos vascos, con las heridas del alma aún abiertas, ofreciéndoles calor y compasión. ¿Acaso esas tierras no se han ganado ser reconocidas como territorios hermanos?
Xabier Lete dedicaba unos versos a Imanol Larzabal que bien pueden servir de homenaje y despedida a José Mari: «Había una emoción inefable en el aire, y en el rostro de tus amigos un dolor mudo/cuando te despedimos allí donde las personas miran de soslayo al mar/una culpa que impide sanar las heridas de un error, quisiéramos ofrecerte un último aplauso/en su humildad, la flor de un verso sentido, o tal vez pedirte perdón/por haberte dejado tantas veces solo, te habías marchado a un sombrío páramo/libre de la crueldad humana, posteriormente no hemos sabido de ti pero en el lugar en que estés/infinito, oculto y protegido, apiádate de nosotros,/los carentes de la piedad que habrías requerido».
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