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Empezamos a hacer de cualquier contratiempo una enfermedad. Los pequeños achaques de antes son ahora problemas de vida o muerte que reclaman atención médica urgente, los reveses normales de la existencia nos llevan al diván del psiquiatra y síntomas que ayer dejábamos pasar despreocupadamente hoy ... nos hacen temer lo peor. Es el signo de una época obsesionada con la salud perfecta que ha acabado convirtiendo la vida en una sucesión interminable de dolencias. Lo advirtió Aldous Huxley el siglo pasado: la medicina ha avanzado tanto que ya nadie está sano. En una primera fase, la medicalización de la sociedad consistió principalmente en ampliar el catálogo de los males y en extender el consumo de medicamentos hasta límites adictivos. Pero no basta con eso. Para redondear la operación era preciso atraer a la cadena patológica acciones que antes pertenecían a otros ámbitos, de tal modo que nada escapara a la omnipresencia de la enfermedad. Metidos ya de lleno en esta segunda fase del culto hipertrofiado a la salud, hemos dado carta de naturaleza terapéutica a actividades que siempre se habían considerado meramente placenteras o culturales. Y así vemos anunciarse cursillos de risoterapia, talleres de arteterapia, programas de musicoterapia y cromoterapia como si nada pudiera escapar del dominio de los tratamientos. De lo creativo a lo curativo. Se diría que para legitimar operaciones sencillas y nobles como las de soltar carcajadas o escuchar música hiciera falta demostrar su potencial sanador. Desde que al baño en el agua de mar se le empezó a llamar talasoterapia y jugar con los animales se considera un acto zooterapeútico, el ocio se ha ido llenando de variedades más o menos indoloras de la medicina. Hace cierto tiempo el ingenio emprendedor de algún poeta ideó unas cajas de fármacos cuyos prospectos contenían poemas de distintos temas y medidas según las dolencias del alma para los que estaban recomendados. Alguien me cuenta que existe una llamada Escuela de Pacientes donde entre otras cosas enseñan a curarse a base de versos. No es que estemos abandonando la medicina científica para buscar remedios en la medicina de las cosas cercanas; es que necesitamos sentirnos enfermos para permitirnos los pequeños placeres a los que nos da acceso nuestra condición de dolientes, es decir, de víctimas. Empieza a ser la nuestra una sociedad de penitentes que se avergüenzan de disfrutar de los olores y del sexo, de la música y de la comida, de los paseos y de la pintura, y por eso ansían ser declarados enfermos a los que el médico receta aquellos tratamientos que en tiempos más libres uno podía aplicarse sin pedir permiso a nadie, y la mayoría de las veces gratis. Y con la conciencia tranquila al saber que no lo hacemos por vicio sino por recomendación facultativa.
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