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De entre la barahúnda informativa de los últimos días rescato dos noticias que llamaron mi atención. Una fue la retirada del mercado de 66 productos de homeopatía que no presentaron en plazo la documentación requerida para solicitar su licencia, y la otra, de contenido paralelo, ... el nuevo paso dado en Francia para que la Seguridad Social deje de financiar los medicamentos de esta pseudociencia o pseudoterapia, como la denominan peyorativamente sus detractores. Si esto sucede, solo Suiza, Alemania y Luxemburgo formarían parte del restringido grupo de países en los que la Seguridad Social asume, en determinadas condiciones, parte del coste de este tipo de medicamentos. En ambos casos, el argumento esgrimido ha sido el mismo: la homeopatía carece de aval científico y su eficacia no está probada. A esto hay que sumarle otro punto en contra: la Universidad de Barcelona suprimió ya en 2016 el Máster en Medicina Homeopática de su plan académico por lo mismo, por falta de evidencia científica.
Vaya por delante que este artículo no pretende ser un texto disuasorio sobre medicina alternativa, sino una reflexión ante posturas enfrentadas e irreconciliables en temas de gran repercusión humana, y quizás estemos asistiendo al comienzo de una batalla que se adivina tan lenta y enrocada como la que mantienen socialistas y podemitas de cara a la próxima investidura. El asunto no es baladí, ya que homeopatía, acupuntura, naturopatía, ayurveda, reiki, curanderismo -por citar solo algunas de las más de cien identificadas- son terapias que, aunque se administran sin la inexcusable demostración de validez, cuentan con un número más que importante de partidarios que se mueven, no obstante, en un panorama tan diverso y fragmentado como el sistema político actual.
Pero, al margen del grado de aceptación popular, lo cierto es que si hay una legislación que regula hasta los estatutos de una sociedad cultural o gastronómica, tiene que haber con más motivo otra que regule estos medicamentos, y la ausencia en ellos de efectos secundarios no debe ser un valor para comercializarlos. Solo que el recorrido hacia la legalidad no es un camino de rosas. Veamos: la licencia comercial se obtiene, según la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, tras haber cumplido un proceso largo y laborioso (de varios años) que empieza con la investigación de los principios activos que compondrán el medicamento, continúa con el ensayo en animales y termina con el estudio y la verificación en personas, enfermas y sanas, para evaluar su utilidad, sus efectos secundarios, la búsqueda de dosis adecuadas… Un proceso sistemático y definido como un algoritmo matemático. La realidad entonces, según la AEMPS y la Comisión Europea, solo puede ser esta: un medicamento que no ha pasado los controles anteriores es un producto sin garantía científica, algo rechazado de plano, a nivel curativo, por la deontología médica. Porque, aunque el efecto placebo que se le atribuye pueda aliviar dolencias de alto contenido somático, no se deben sin embargo obviar los problemas que pueden surgir por la suspensión del tratamiento convencional -si lo hubiera-, sobre todo en enfermedades de origen infeccioso.
A grandes rasgos, la homeopatía se fundamenta en la administración de dosis infinitesimales de una sustancia que, aplicada en mayor cantidad a individuos sanos, produciría los mismos síntomas que se pretenden combatir en los enfermos, y eso, sobre el papel, no parece una falacia, dado que las vacunas tan probadas y admitidas se sustentan en un principio parecido. Ya lo dijo Paracelso, a medio camino entre la ciencia y la alquimia: «Nada es veneno, todo es veneno, la diferencia está en la dosis». Y como los medicamentos homeopáticos resultan de innumerables disoluciones de la sustancia en alcohol o agua, cabe preguntarse si en el producto final permanece algo de sustancia, a lo que sus garantes contestan que sí, dada la particularidad del agua de guardar el recuerdo, en forma de principio activo, de los elementos que ha diluido. Vamos, que tiene memoria. Como la piel.
Pero lo mismo que no se ha demostrado científicamente que la medicina alternativa sea eficaz, tampoco se ha probado lo contrario, admitiéndose como positiva su labor complementaria. El problema surge cuando se recurre a ella por indefensión y agotamiento del paciente ante la lentitud e indiferencia del sistema sanitario en enfermedades 'de desgaste' o de diagnóstico incierto que acaso puedan ser pseudopatías (síntomas sin enfermedad o viceversa) generalmente de larga duración. Sin expectativas mejores, el individuo busca utopías que, como al lector de una buena novela, lo lleven a la 'suspensión de la incredulidad', estado mental y emocional por el que se admite como cierto todo lo recibido a través de los sentidos.
Me pregunto si ante una enfermedad seria los gurús de métodos alternativos usarán su propia medicina o recurrirían a la convencional, como los gurús de Silicon Valley matriculan a sus hijos en colegios donde la tecnología digital está prohibida.
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