![Supremacistas de la lengua](https://s1.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/201805/24/media/cortadas/abogado123-kAmD-U50201517241767E-624x385@El%20Correo.png)
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Debido a su capacidad para producir efectos virales, los vídeos de sucesos gozan de alto prestigio como descriptores de realidades. Las imágenes de un hombre que se arroja a las vías del metro dicen más sobre el suicidio que los estudios de psicólogos y las ... estadísticas oficiales de muertos por mano propia. Basta una grabación donde se ve a alguien de una determinada etnia o nacionalidad vapulear a una anciana para que la sospecha de criminalidad se extienda de inmediato a todos sus iguales. Hay que cuidarse del sesgo videográfico. Uno de los últimos casos de generalización lo ha proporcionado la escena de un abogado neoyorkino, un tal Aaron Schlossberg, a quien las omnipresentes cámaras cazaron en un restaurante de Manhattan cuando despotricaba contra los empleados al oírlos hablar en español. «Esto es América», decía iracundo al encargado, como si en el continente no hubiera más de cuatrocientos millones de hispanohablantes. Fue un caso aislado en un país con cincuenta millones de personas que hablan español y en muchas de cuyas grandes ciudades las lenguas se entrecruzan en una alegre promiscuidad. Por tentador que resulte sacar conclusiones del hecho de que Schlossberg sea un declarado seguidor de Trump, la anécdota no permite certificar el auge de la xenofobia en Estados Unidos. Pero sí invita a la reflexión sobre el supremacismo lingüístico, y no tanto en sus dimensiones sociopolíticas como en la pequeña escala, la que se esconde en los pliegues mentales del individuo y alimenta los prejuicios del vecindario, de la parroquia, de la aldea. La exigencia de hablar en cristiano, las miradas torvas dirigidas al que se expresa diferente, son producto de un automatismo tal vez defensivo en el que se repliega la ignorancia para protegerse de sus complejos pero también para sentirse superior. De nada sirve la certeza de que todas las lenguas son ricas y útiles por el hecho de constituir sistemas de comunicación. Pocas cosas hay más ridículas que encaramarse al pedestal de una lengua con el fin de aparentar mayor estatura que el otro. Pero la tentación excluyente encuentra en las barreras del idioma un pretexto constante. Al abogado Schlossberg le llevó a la indignación y a otros lleva al desprecio o a la burla, como en esos chistes fáciles basados en las homonimias entre lenguas diferentes que invariablemente pintan como necio a aquel que no entendemos. Da igual, siempre es el rechazo del «hablar distinto» y su inexplicable magnetismo como bandera del odio. Quizá el único remedio sea multiplicar las asignaturas de idiomas en las escuelas en vez de competir por cuál de ellos imponemos; tal vez una comunidad de políglotas no aportaría más ventajas que el colorido en las conversaciones, pero al menos garantizaría que nadie iba a usar las lenguas como argumentos para la exclusión.
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