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La situación era insostenible. Me refiero a la que supone ser un seleccionador ausente, a distancia, obligado a ver los entrenamientos desde casa y dar las instrucciones por teléfono. La tecnología puede haber llegado todo lo lejos que queramos y hacer posibles escenarios increíbles. Seguro ... que Luis Enrique manejaba un programa informático estupendo y que las imágenes de las cámaras cenitales instaladas en las cuatro torres de la iluminación del campo principal de la Ciudad del Fútbol de Las Rozas le llegaban con total nitidez. También sabemos que, a través de Skype, había tenido algunas charlas con sus jugadores. Pero ese estado de excepción no podía prolongarse en el tiempo. Era la típica anomalía que, tarde o temprano, había que arreglar. Es lo que Luis Enrique y Luis Rubiales, de común acuerdo, hicieron ayer.
La noticia tuvo mucho impacto, pero se veía venir. La ausencia del seleccionador en el partido ante Malta el pasado 26 de marzo ya supuso un contratiempo muy complicado de gestionar. Que faltara también hace dos semanas en los compromisos de España ante las Islas Feroe y Suecia aclaró definitivamente el panorama. Por mucha buena voluntad y generosos sentimientos que se pusieran sobre la mesa para minimizarlo, el problema era muy grave. Y la solución la tenía el propio Luis Enrique. Sólo él sabía hasta qué punto el drama familiar que está viviendo, cuyo tratamiento impecablemente respetuoso es, por cierto, el mejor ejemplo que ha dado el periodismo español en los últimos años, le iba a permitir volver al trabajo. Consciente de que eso no sería posible en un tiempo razonable, al menos para los plazos vertiginosos del fútbol actual, Luis Enrique comunicó a Luis Rubiales su decisión de dejarlo.
Es lo mejor. Como también lo es, a mi juicio, que el presidente de la Federación y el director deportivo de la selección, José Francisco Molina -'Moli' para los amigos, o al menos para sus excompañeros en el Levante, por lo que supimos ayer- hayan decidido dar continuidad al proyecto de Luis Enrique poniendo en su puesto al que ha sido su fiel escudero durante nueve años, Robert Moreno. Un cambio de modelo a estas alturas, en mitad de una clasificación para la Eurocopa, por encarrilada que esté y asequible que parezca, era un riesgo muy grande. Especialmente para una selección necesitada de certezas, en fase de volver a reconocerse a sí misma, que hace justo un año sufría en Krasnodar la crisis por el despedido fulminante de Julen Lopetegui tras conocerse su fichaje por el Real Madrid.
Luis Rubiales, que empieza a destilar una de esas famas de gafe que tardan en quitarse más que una carga radioactiva, va a acabar cogiendo manía a los meses de junio. Por explosivos. En su situación, lo lógico es buscar por encima de todo la estabilidad y es lo que ha querido hacer apostando por Robert Moreno. La apuesta no está exenta de riesgo, evidentemente. El nuevo seleccionador tiene un flanco débil, un talón de Aquiles al que los troyanos de turno dirigirán todas las flechas: su inexperiencia como primer entrenador, es decir, como el hombre que toma las decisiones en un equipo y asume las consecuencias de las mismas.
Por otro lado, su perfil es toda una novedad en la selección. A sus 41 años, este barcelonés obsesivo y detallista, experto en 'scouting' y análisis de video, un 'cerebrín' al que Luis Enrique, por lo que dicen, le consultaba hasta el tiempo en Asturias, rompe un viejo molde de nuestro fútbol: España tendrá un seleccionador que no ha sido futbolista profesional. A este tipo de técnicos les persigue un prejuicio estúpido, de la misma manera que a los exfutbolistas les adorna un prestigio inexplicable para llegar a ser entrenadores. El caso es que tienen que demostrar su valía haciendo muchos más méritos. Es lo que parece haber hecho Robert Moreno en los tres partidos que ha dirigido a España, los tres saldados con victorias. Rubiales destacó ayer «la profundidad» de sus conocimientos. Ahora deberá confirmarlos. No hace falta decir de qué manera. En el fútbol sólo hay una.
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